ARTICLES | ARTÍCULOS
Índice Histórico Español, núm. 137 (2024), ISSN:
0537-3522, e-ISSN: 2339-6989, (p.45-81) 45
©Alejandro Peláez Martín, 2024-CC-BY-ND
REVISTA DE HISTORIA DE ESPAÑA | SPANISH HISTORY MAGAZINE DOI:
10.1344/IHE2024.137.3
«El título de Amīr al-Muʾminīn no tiene sentido»: La legitimación de los
gobernantes en ausencia del Califa
Alejandro Peláez Martín1
alejandro.pelaez-martin@uni-konstanz.de
ORCID ID.:https://orcid.id. 0000-0003-4908-2804
Resumen
Históricamente, la institución califal fue
central en la doctrina política islámica. El califa era el encargado de aplicar
la Ley divina y velar por su cumplimiento, siendo el resto de los gobernantes
sus delegados. Pero ¿cómo podía llevarse a cabo todo esto en ausencia del
califa, o sin su apoyo? En este artículo se exponen y analizan las numerosas y
variopintas respuestas que esta problemática recibió por parte de los
musulmanes sunníes de la Edad Media. Los casos considerados, el siglo V/XI en
al-Andalus, el colapso del poder almorávide (mediados
del siglo VI/XII), la desintegración del califato almohade (inicios del siglo
VII/XIII) y la aniquilación del califato ʿabbāsí
de Bagdad (656/1258), dieron lugar al desarrollo de nuevos modelos y
articulaciones ideológicas que permitieron a distintas dinastías justificar su
posición y legitimidad al margen o en sintonía con la institución califal. El
artículo ofrece una visión de cómo se legitimaba el poder cuando la autoridad
del califato estaba ausente, extinta o disminuida.
Palabras clave: Autoridad, Califato, Al-Andalus, Magreb, Bagdad, Mongoles,
Legitima- ción del Poder.
Resum
Històricament, la institució
califal va ser central en la doctrina política islàmica.
El califa era l’encarregat d’aplicar
la Llei divina i vetllar pel seu compliment,
sent la resta dels seus governants els delegats. Però
com es podia fer tot això
en absència del califa, o sense
el seu suport? En aquest article s’exposen i s’analitzen les nombroses i diverses respostes
que aquesta problemàtica va
rebre per part dels musulmans sunnites de l’Edat Mitjana. Els casos considerats, el segle V/XI a al-Andalus, el col·lapse del poder almoràvit (mitjans del segle VI/XII), la desintegració del califat
almohade (inicis del segle
VII/XIII) i l’aniquilació del califat
ʿabbāsí de Bagdad ( 656/1258), van donar lloc al desenvolupament de nous models i articulacions ideològiques que van permetre a diferents dinasties justificar la
seva posició i legitimitat al marge o en sintonia amb la institució califal. L’article ofereix una visió de com es legitimava el poder quan l’autoritat del califat era absent, extinta o disminuïda.
Paraules clau: Autoritat,
Califat, Al-Andalus, Magrib, Bagdad, Mongoles, Legitima- ció
del Poder.
Abstract
Historically, the caliphal
institution was central to Islamic political doctrine. The caliph who was
responsible for applying the divine Law and overseeing its fulfilment, with the
rest of the rulers being his delegates. But how could all this be carried out
in the absence of the caliph, or without his support? This article discusses
and analyses the many and varied responses to this problem by Sunnī Muslims
in the Middle Ages. The cases considered –the 5th/11th century in al-Andalus, the collapse of Al-moravid
power (mid-6th/12th century), the disintegration of the Almohad caliphate
(early 7th/13th century) and the downfall of the ʿAbbāsid caliphate of Baghdad (656/1258)– saw the
development of new models and ideological articulations that enabled various
dynasties to justify their position and legitimacy outside of, or in relation
to, the caliphal institution. The article provides insight into how power was legitimised when the caliphate’s authority was absent,
defunct or diminished.
Keywords: Authority, Caliphate, Al-Andalus,
Maghrib, Baghdad, Mongols, Legitimisation of Power.
Alejandro Peláez Martín. Es doctor en Estudios Hispánicos.
Lengua, Literatura, Historia y Pensamiento por la Universidad Autónomade Madrid (2022). Actualmente es investigador postdoctoral
en la Universidad de Constanza (Alemania), donde participa en un proyecto
dedicado a la comunicación interreligiosa entre la esfera latino-cristiana y la
arabo-islámica. Entre sus aportaciones destacan la monografía El califa
ausente. Cuestiones de autoridad en al-Andalus
durante el siglo XI, editada por La Ergástula (2018), y los artículos
publicados en Medievalismo, Transmediterranean
History, Hesperia culturas del Mediterráneo y
Revista Historia Autónoma. Asimismo, ha participado en publicaciones
editadas por Ausonius Éditions, la Asociación Marroquí de Estudios
Andalusíes, Brill y la Universidad de Granada.
¶
El califa omeya Hišām al-Muʿtadd
(r. 418/1027–422/1031), una vez asentado en Córdoba,
envió a uno de sus visires, Faʾiz
b. al-Mugīra, al gobernante
de Tortosa, Muqātil (c.
420/1029).2 Allí, el delegado califal encontró al poeta Abū l-Rabīʿa Sulaymān b. Aḥmad al-Quḍāʿī, a quien dijo que, si acudía a Córdoba,
sería también visir como él. El poeta respondió recitando los siguientes versos:
«Digamos que eres visir
como proclamas, ¿de quién eres visir, oh visir? ¡[Juro] por Dios que el [título
de] Amīr [al-Muʾminīn] no tiene sentido ¿cuál
sería entonces el del “visir del Amīr [al-Muʾminīn]”?»
Estas palabras hablan del descrédito en el que, a inicios
del siglo V/XI en al-Andalus, había caído la
institución califal, una entidad vacía de contenido real para Abū l-Rabīʿa. No obstante, incluso en una centuria tan
incierta en lo que a esta cuestión se refiere, no faltaron eruditos que
escribieran sobre el califato, como hizo el cordobés Ibn Ḥazm (m. 456/1064)3 en su tratado de política, Kitāb al-siyāsa:
«Puesto que el califato
viene de Dios, por vía de su Profeta, y es el soporte de los preceptos
religiosos, necesitan las gentes de quien haga entre ellos las voces de su
Profeta −bendiga y sálvelo Dios−, porque al temerle se atemperen las pasiones
desatadas y al respetarle se concilien los corazones desunidos y por su poder
se aquieten las manos que pugnan unas contra otras y por reverenciarle se
sometan los ánimos rebeldes, pues el afán de lucha y poderío que por naturaleza
existe en el género humano es tal que solo renuncian a él si hay alguien lo
bastante fuerte que lo impida y mantenga a raya. Visto así por los compañeros del
Profeta y los [primeros] creyentes, conformes en ello todos, sensatos
musulmanes, tuvieron que aunarse en torno a un imām
que guardase la religión de cambios y adiciones y exhortara a cumplirla sin
descuidos, apartase de la comunidad a los enemigos de la fe, colonizase los
países, sacando partido de sus riquezas naturales y roturando sus vías y
caminos y administrase los bienes conseguidos por los musulmanes, según las
normas religiosas, sin cometer fraude al tomarlos o al darlos como prebenda».4
El pasaje se centra en la conceptualización de la
institución, sus orígenes y sus funciones. Se trata de una postura clásica,
dejando clara la procedencia y fundamentos divinos del califato. Esta conexión
entre el califato y Dios había sido establecida a través del
pro- feta Muḥammad, Su
enviado. Por tanto, la institución se había erigido sobre la base del legado
profético, ya que era a esta figura a la que reemplazaba, desde el punto de
vista sunní, para tal y como señala Ibn Ḥazm,
templar “las pasiones desatadas” y propiciar el acuerdo entre “los corazones
desunidos”. Al argumento espiritual se añade el que tiene que ver con la
naturaleza del ser humano, combativa en el ansia de poder por encima de todo.
Es por ello por lo resulta del todo necesario que alguien con fortaleza sea
puesto al frente, para que el orden y la unidad imperen frente al caos y la
rebelión. A estos razonamientos, se añade la apelación a los precedentes
establecidos por los primeros musulmanes, que se habían reunido, tras el fallecimiento
del Profeta, en torno a un imām, un guía capaz
de determinar el camino que se debía seguir. Por último, el jurisconsulto añade
cuáles eran los principales cometidos del califa: preservar la religión a salvo
de cambios y desviaciones, proteger a la umma de sus enemigos, expandir
el islam por el mundo y organizar y disponer de sus bienes, de acuerdo con la
ley divina.
Tras examinar ambas
posturas, la pregunta es: ¿cómo conciliar la “tradicional” de Ibn Ḥazm con la realista del
poeta Abū l-Rabīʿa? No se puede negar que
la dinámica histórica del siglo V/XI peninsular resultó compleja. El
gobierno central, sostenido durante casi tres siglos por los Omeyas, se vino
abajo, fragmentándose el territorio en numerosas entidades políticas conocidas
como reinos de taifas. En el año 422/1031, de acuerdo con el historiador Ibn Ḥayyān (m. 469/1076), los
notables cordobeses “pregonaron la total abolición de del califato, por no ser
conveniente (wa-hatafū bi-ibṭāli l-ḫilāfa ǧumlatan li-ʿadam al-šākila), y la expulsión de los Marwāníes, y así volvió Córdoba a la tutela de los
visires”.5 Se trató de una consecuencia de las guerras
civiles que habían asolado al-Andalus durante la fitna (399–422/1009–1031). Con todo, no dejó de ser una
decisión sin precedentes en la historia premoderna de las sociedades islámicas
y no fue, de hecho, hasta 1342/1924, en un contexto muy distinto, cuando tuvo
lugar una nueva abolición de la institución califal, en este caso, por parte de
la Asamblea Nacional de Turquía tras el colapso del Imperio otomano. El suceso
tuvo un importante impacto entre diferentes sectores de la comunidad musulmana, especialmente en
los círculos intelectuales de Egipto, en los de la India colonial británica y
en los del Sudeste Asiático, obligando a repensar el lugar de la institución en
el mundo moderno.6
Tras la muerte de Muḥammad, la profecía había terminado y, desde la perspectiva
sunní, fueron sus sucesores, los califas los encargados de preservar la religión, defender y aplicar la
Ley Sagrada y ejercer las funciones administrativas, financieras, militares y
judiciales necesarias para el gobierno de la umma. En teoría, la
comunidad seguía siendo la reserva de legitimidad, aunque la fuente última de
soberanía era Dios. Para cumplir esos cometidos, el califa debía ser, en
teoría, un varón adulto de la tribu de Qurayš y estar en buenas condiciones físicas, dotado de probidad y con un buen
conocimiento de la Ley, cuya interpretación correspondía a los jurisconsultos.
Esta formulación teórica, desarrollada por los ulemas, es la que podría
considerarse el planteamiento clásico en torno al califato o imāmato, un sistema nomocrático
que garantizaba el mantenimiento políti- co-religioso de la comunidad musulmana a partir de la
figura del califa. Sin embargo, la unidad imperial pronto se fue
resquebrajando, al desarrollarse, en las diversas regiones, dinastías de
gobernadores prácticamente autónomos. Se trataba de personajes que habían
logrado el poder efectivo por medio de la fuerza militar. Eran necesarias soluciones
que permitieran gobernar legalmente los territorios sin renunciar a la idea
canónica que encarnaba la institución califal como única depositaria de la
legitimidad político-religiosa. Los juristas resolvieron el problema
convirtiendo a estos gobernantes provinciales en delegados del califa que
acuñaban moneda a su nombre y lo mencionaban en el sermón del viernes (ḫuṭba).
Emires, reyes y sultanes buscaron el reconocimiento califal para sancionar su
gobierno independiente, convirtiendo a los califas en hacedores de reyes, una
suerte de iconos sagrados.7 Se manifestaba así una clara distinción entre dos
principios: poder y autoridad. G. Makdisi ya señaló
esta problemática, citando a J. Maritain para
distinguir ambos conceptos. De acuerdo con esa propuesta, el poder es la fuerza
por la que se obliga a obedecer, mientras que la autoridad sería el derecho a
dirigir y mandar, a que el resto escuche y obedezca. Autoridad implica poder y
poder, a su vez, implica autoridad. Ambos se buscan mutuamente en una magnética
atracción. Es la autoridad la que hace que el poder sea legítimo y no se visto
como una tiranía.8 Este
marco sirve para definir las relaciones entre califas, sultanes, reyes y emires. En cualquier caso, con este modus
operandi se imponía, en la perspectiva sunní, el principio de la necesidad,
bien expuesto en las palabras del célebre teólogo oriental al-Ġazālī (m. 505/1111):
«Hay quienes sostienen que el imāmato está muerto, ya que carece de las cualificaciones
necesarias. Pero no se le puede encontrar sustituto. ¿Entonces qué? ¿Debemos
dejar de obedecer la Ley? ¿Destituiremos a los cadíes, declararemos que toda
autoridad carece de valor, dejaremos de casarnos y declararemos inválidos en
todos los puntos los actos de quienes ocupan altos cargos, dejando que la
población viva en la «pecaminosidad»? ¿O seguiremos como hasta ahora,
reconociendo que el imāmato existe
realmente y que todos los actos de la administración son válidos, dadas las
circunstancias del caso y las necesidades del momento? Las concesiones que
hacemos no son espontáneas, pero la necesidad hace legal lo que está prohibido.
Sabemos que no es legal alimentarse de un animal muerto. No obstante, es peor
morirse de hambre. A los que pretenden que el califato está muerto para siempre
y que nada podría reemplazarlo, querríamos preguntarles ¿qué es preferible? ¿el
caos y el fin de la vida social porque no hay autoridad constituida
correctamente, o el reconocimiento del poder de hecho, sea el que fuere?».9
Las reglas, por consiguiente, estaban
claras: la única autoridad constituida legamente y reconocida como legítima era
la del califa. No se podía, por tanto, dejar de admitir la necesidad y el sentido del
califato. No obstante, tampoco se podía negar la realidad en la que se vivía.
Por ello, para Ibn Ḥazm, con
una posición más utópica y tradicional, el califato no podía dejar
de existir mientras que Abū l-Rabīʿa hacía referencia al vacío
real de poder, pero nada dice sobre la necesidad o no del mismo. La situación
en al-Andalus, no obstante, era algo particular.
Además, de las discrepancias en torno a quién debía colocarse al frente de la
institución, se experimentó la ausencia del califa. El engranaje
político-administrativo y socioeconómico podía seguir funcionando, pero cómo
hacerlo, de forma legítima, si no existía un imām bajo cuyo mando se validaba la vida religiosa de la comunidad.10 Por tanto, la principal cuestión a
resolver para los andalusíes fue la de cómo gobernar en ausencia de un califa
efectivo.11 Las soluciones puestas en marcha resultaron de una considerable diversidad,
como se verá, pero, pese a la originalidad del caso andalusí, esta problemática
también se produjo en otras regiones y momentos del mundo islámico. Casos
interesantes en este sentido lo constituyen la crisis del poder almorávide a mediados del siglo
VI/XII, la desintegración del califato almohade a inicios del siglo VII/XIII y
la aniquilación del califato ʿabbāsí
de Bagdad a manos de los mongoles en 656/1258. Estos acontecimientos dieron
lugar al surgimiento de nuevos modelos, alternativas y articulaciones
ideológicas entre las distintas dinastías para justificar su posición y
legitimidad al margen o en sintonía con el armazón de la autoridad califal.12
En líneas generales, las respuestas se
circunscribieron a los distintos tipos de legitimidad del gobernante musulmán
descritos por H. Karateke y sintetizados por J.
Ortega Ortega.13 De acuerdo con este modelo, la legitimidad era de
dos tipos: formal o normativa y sustantiva o pragmática. En la primera se
englobarían el derecho divino al gobierno (el califato o imāmato),
pero también la legitimidad basada en el respeto a la ley sagrada y el sostenimiento
del orden califal, así como la étnica, genealógica y dinástica. La legitimidad
pragmática estaría más referida a la observancia de las tradiciones y a la
exaltación de las virtudes personales del soberano, pero también a la creación
de una generalizada percepción de bienestar por parte de la comunidad. Todos
estos principios fueron las piezas de distintos mensajes y discursos esbozados
por parte de las dinastías en esos momentos en que la autoridad califal estaba
vacante o estaba en proceso de desvanecimiento.
El objetivo de este trabajo consiste en exponer
estos procesos, así como las diferentes respuestas ofrecidas a la cuestión de
cómo se legitimó el poder, entre las sociedades islámicas sunníes, cuando la
autoridad califal se encontró ausente, extinta o en claro proceso de
desaparición, empleando para ello los casos aludidos. Los resultados obtenidos
a partir del análisis servirán para formular unas conclusiones y entender de
qué forma se respondió a esos vacíos de autoridad y en qué medida afectó a las
formulaciones teóricas en torno al califato.
422/1031: Abolición del Califato y Soluciones andalusíes14
Pese a que son varios autores, como al-Ḥumaydī (m. 488/1095), Ibn al-Aṯīr (m.
630/1233), Ibn Ḫaldūn (m.
808/1406) y al-Nuwayrī (m. 732/1332),15 los que no aluden a la abolición del
califato en 422/1031, el hecho de que la noticia proceda de Ibn Ḥayyān (m. 469/1076), que vivió los hechos, merece ser tenido muy en cuenta.
Probablemente, la si- tuación debe ser contemplada
del siguiente modo: deposición del califa omeya Hišām
III y abolición del califato en un sentido inmediato y
práctico, aunque no en su formulación teórica e ideológica. Lo cierto es
que carecía de sentido proseguir con la ficción de un califa presente en la
sede califal y aspirante a lograr el dominio de al-Andalus.
Tras más de dos décadas de batallas, saqueos y asesinatos, lograr establecer a
un candidato capaz de obtener el apoyo mayoritario de la comunidad resultaba
una vana ilusión con un poder central desaparecido y un territorio fragmentado
en numerosas entidades regionales, las llamadas taifas.16 Lo mejor, por ello, a ojos de las
autoridades cordobesas, era acabar con el problema y con la inestabilidad. En
consecuencia, decidieron poner fin al hecho de que su ciudad siguiera siendo la
sede del califato y expulsando a la familia omeya, pero no pusieron fin a la
idea del califato, algo que no estaba a su alcance. Córdoba pasaba a ser
gobernada por un consejo, con Abū l-Ḥazm b. Ǧahwar al frente, en busca de estabilidad.17 Pese a todo, una línea de califas siguió
estando presente en al-Andalus, concretamente en
Málaga y Algeciras, durante buena parte de esta centuria: los Ḥammūdíes.18 La dinastía poseía unas credenciales intachables
al ser descendientes del Profeta por medio de su hija Fāṭima, casada con ʿAlī.19 Su procedencia también era idrīsí, familia que había gobernado el Magreb occidental,
pero sin arrogarse nunca el título califal. Junto a esta prestigiosa
genealogía, se presentaron como herederos de los Omeyas, a quienes disputaron
el poder en Córdoba desde 407/1016. Asimismo, concedieron a Málaga el rango de
sede califal, acuñando desde allí abundante numerario, sobre todo en oro para
manifestar, con claridad, su derecho al califato.20 Los Ḥammūdíes
hicieron, por tanto, un importante esfuerzo por mostrarse como califas
legítimos, siendo reconocidos como tales por parte de numerosos gobernantes a
ambos lados del Estrecho. Probablemente, su proximidad al šīʿísmo impidió que su gobierno resultara aceptable en
al-Andalus de forma generalizada.21 Abolido el califato y con la opción ḥammūdí generando rechazo entre
algunos gobernantes resultaba necesaria la búsqueda de otras opciones para
resolver la cuestión de la legitimidad. En Sevilla surgió una alternativa
realmente original de la mano de la dinastía ʿabbādí y consistió en “resucitar” al difunto califa
omeya Hišām II. El soberano había fallecido durante
la fitna, pero corría el rumor de que se había
salvado escapando a Oriente, para regresar a la Península Ibérica en 424/1032–3. Otro relato señalaba que se había ocultado en
Málaga, luego en Almería y, finalmente, en Calatrava.22 Sirviéndose de la popularidad de estas
historias, el cadí Ibn ʿAbbād
de Sevilla ordenó traer a la ciudad a un esterero que, según las fuentes,
guardaba cierto parecido con el fallecido Hišām II, y
le colocaron el atuendo califal, proclamando el regreso al trono del hijo de
al-Ḥakam II en 427/1035–6.23 El juez se convirtió en su ḥāǧib, asumiendo el poder como delegado del
califa y comportándose como Almanzor había hecho con Hišām
II.24 De este modo,
los ʿAbbādíes legitimaron su
gobierno frente a los Ḥammūdíes.
Curiosamente, fueron numerosas las taifas que decidieron sumarse a la
invocación de este califa impostor en el sermón y en sus acuñaciones,
mostrándose de este modo como sus delegados en los distintos gobiernos
regionales.25 Todo ello nos habla de lo necesario que seguía resultando el califato, al
menos como marco teórico. De hecho, la estratagema se mantuvo hasta el año
451/1059–1060, cuando los ʿAbbādíes proclamaron el fallecimiento del “falso” Hišām II. Pese a ello, la mención a su nombre se mantuvo en
el numerario hasta 460/1067–1068, justo al mismo
tiempo que los últimos califas ḥammūdíes
desaparecían de la Península. Con todo, la taifa de Zaragoza siguió acuñando
moneda a nombre del fallecido por “se- gunda vez” Hišām, hasta 475/1082–3.
Colocar a un califa al frente del gobierno para
asumir el poder en su nombre era algo que, en cualquier caso, ya había hecho Muǧāhid al-ʿĀmirī de
Denia décadas antes, en 405/1014, con otro omeya. Sin embargo, la numismática
taifa ofreció una alternativa más peculiar a la cuestión del califato: la
mención al imām ʿabd Allāh, junto con
otros epítetos honoríficos, en el espacio reservado para el califa. Se trataba
de uno de los títulos califales y manifestaba la condición del soberano como
“siervo de Dios”.26 En las monedas del Occidente islámico no apareció hasta 410/1019–20 y se fue consolidando y generalizando a lo
largo de la centuria.27 Más difícil resulta, sin embargo, establecer a quién se estaba haciendo referencia por
medio de la fórmula ʿabd
Allāh. Una primera teoría, la llamada “hipótesis ʿabbāsí” considera que se trataba de
una alusión a los califas de Bagdad, los únicos califas sunníes “disponibles”
en esos momentos.28 La otra hipótesis, la de la sede vacante, plantea que ʿabd Allāh
hacía referencia a un personaje ficticio, abstracto, el símbolo de la
obediencia al principio califal. Es decir, la teoría dictaba que un califa
debía aparecer en las acuñaciones, pero al carecer del mismo, la solución fue
mantener sus titulaciones (al-imām ʿabd Allāh
amīr al-muʾminīn),
aunque omitiendo el nombre, para no comprometerse con ninguna dinastía en
particular.29 Resulta casi imposible precisar si la fórmula se refiere a los ʿAbbāsíes o algún soberano en
concreto. Todo parece indicar que se trataría de un modo de mantenerse en una
cómoda ambigüedad.30
Las monedas de los mulūk al-ṭawāʾif contienen, no obstante, una última alternativa a la cuestión: plasmar la ausencia de un imām unánimemente reconocido, acuñando monedas sin ninguna referencia califal. Se trata de una opción que se consolidó, sobre todo, en Toledo y Zaragoza, las taifas de los Banū Ḏī-l-Nūn y los Banū Hūd, territorios “acostumbrados” a la autonomía como cabezas de las marcas fronterizas desde tiempos del emirato omeya. Lo más impactante de esta solución al problema era que se estaba sancionando que el sulṭān podía existir sin necesidad de someterse de un modo explícito a la dirección califal. Es decir, se podía ejercer el poder sin asociarlo con la autoridad califal. Algo que, en cualquier caso, no dio lugar a una teorización contemporánea que sancionara su legalidad.31
Estas cuatro “opciones” fueron las que surgieron
en el período taifa para abordar la cuestión relativa al califato y resolver
los aspectos problemáticos que la legitimidad formal o normativa planteaba. A
pesar de ello, hubo otras medidas relacionadas con lo que constituiría la
legitimidad sustantiva o pragmática. Un buen ejemplo de esto lo constituyen los
actos dirigidos a procurar el “bienestar de los musulmanes” (maṣāliḥ al-mus-
limīn): eliminación del bandidaje, control de los
precios, promoción de las escuelas para estudiantes sin recursos, incentivos
para la agricultura, (re)construcción de murallas ur-
banas, (re)organización de la red caminera (puentes, aljibes, etc.), ampliación
o reforma de la mezquita aljama de la capital, etc.32 Buena parte de estos procedimientos,
además, tenían una plasmación material evidente, constituyendo iniciativas
populares y de prestigio que mostraban al gobernante como un piadoso y
competente gestor de los asuntos de la comunidad, asumiendo el rol del califa
como garante de la prosperidad de la umma. Asimismo, el prestigio
genealógico tribal árabe fue otra de las bazas empleadas por los soberanos. El
pasado preislámico fue uno de los principales referentes culturales en al-Andalus y la lírica insistió en idealizar esa época. El
remontar los linajes a esa edad dorada y a sus héroes constituía una forma de
legitimar el poder que se ejercía. Es decir, si sus antepasados habían sido
monarcas en el pasado, era natural que sus descendientes lo fueran ahora.
Además, no se debe obviar que el acceso al califato era legitimado por me- dio
de la pertenencia a la tribu del Profeta. Por ello, dinastías árabes como los ʿAbbadíes de Sevilla y los Hudíes de Zaragoza reivindicaron un origen árabe yemení,
aunque también lo hicieron gobernantes bereberes, como los Afṭasíes de Badajoz.33 No obstante, el arabismo no fue el único
recurso empleado como baza genealógica sino también, curiosamente, el
parentesco con los cristianos del norte peninsular. ʿAbd al-Raḥmān
b. Abī ʿĀmir,
(apodado Sanchuelo), hijo del célebre Almanzor, era ḥāǧib
del califa omeya Hišām II. Al igual que su padre
y su hermano antes que él era el verdadero gobernante del califato cordobés,
pero se atrevió a hacer algo que sus predecesores no habían hecho: reivindicar
la sucesión califal tras la muerte del depositario de la institución. En
399/1008, mantuvo una entrevista privada con el desdichado Hišām
y en ella aludió a su parentesco con el omeya por ser las madres de ambos de
origen vascón, aspirando así a legitimar su acceso al califato pese a no ser qurayší por la vía de su linaje materno.34
La cuestión de los títulos
adoptados por los mulūk al-ṭawāʾif
resulta un
elemento muy destacado, ya que permite observar cómo los gobernantes de las
taifas se situaron dentro o al margen de la institución califal. La mayoría,
especialmente las titulaciones funcionales, como visir o ḥāǧib solo expresan un poder delegado del califa y en una
posición subordinada. Hubo, con todo, diferencias entre las taifas más pujantes
y los emiratos más modestos. En general, en las primeras abundaron los laqabs “pseudo-califales”
(los epítetos que no contenían referencias a Dios), mientras que en las segundas
se optó por los títulos sultánicos, aquellos que tenían como referencia al
término dawla o dinastía. Si bien,
algunos soberanos adoptaron sobrenombres teóforos
califales, expresando así su aspiración a ejercer la soberanía plena, otros
nunca lo hicieron y no los plasmaron en sus acuñaciones, lo que constituye un
recuerdo de su posición delegada de un ente superior en la estructura
político-institucional califal.35
En esta construcción de una legitimidad
alternativa a la califal otro de los procedimientos desarrollado por varias de
las dinastías taifas, destacando por encima de todas la de los Banū Hūd, fue la defensa de las fronteras y la
conducción del ǧihād, rescatando la figura del soberano-ġāzī como
un útil instrumento ideológico del antiguo poder central califal puesto en
marcha en determinados momentos.36
Una última alternativa
desarrollada por los mulūk al-ṭawāʾif fue
la puesta en marcha del modelo platónico-farabiano del rey-filósofo, aquel en torno al cual el principal
empeño del soberano era conducir a sus súbditos a través de la perfección en
una sociedad estructurada en torno al mérito. Buena parte de los gobernantes de
las taifas encarnaron con ahínco el arquetipo de la realeza sapiencial,
promocionando activamente el cultivo de las ciencias y las letras.37 Los ʿAbbādíes
de Sevilla constituyeron, sin duda alguna, el mejor ejemplo de reyes-poetas
mientras que los Banū al-Afṭas de Badajoz optaron por promover la historia, la
filología y el adab (bellas letras).38 En cambio, en Toledo, los Banū Ḏī l-Nūn favorecieron el estudio de
la medicina, la literatura, la filosofía, la astronomía y las ciencias
jurídicas.39 Fue en Zaragoza, no obstante, donde los Banū Hūd, especialmente con al-Muʾtaman (r. 1046– 1082),
intentaron representar con más empeño la propuesta farabiana
a través del estudio de la
filosofía y las matemáticas.40 Era la búsqueda de una misma ideología
legitimadora, aunque con distintos rostros, lo que se encontraba detrás de esta
“preferencia” dinástica por la poesía, la ciencia y la filosofía. El cosmos era
concebido como las “verdades” de la Creación divina. Alcanzar esa sabiduría
verdadera, revelar la Verdad de Dios, implicaba el estudio de las disciplinas
científicas e intelectuales. Es decir, el Altísimo era concebido como el supremo
artesano de la Creación y solo desvelando sus productos y huellas, a través de
la ciencia y de la filosofía, se podía llegar a Él como causa.41 El califato, en definitiva, no era
necesario para acceder a Dios en este programa “metafísico”.
La Crisis almorávide y la
búsqueda de nuevos modelos de autoridad en el Occidente Islámico (mediados siglo VI/XII)42
Los norteafricanos almorávides, cuyo movimiento
debe insertarse en el fenómeno de la “renovación sunní”, habían incorporado las
taifas a su imperio entre 483/1090 y 508/1115, preservando la ambigua fórmula al-imām ʿabd
Allāh amīr al-muʾminīn como forma de resolver
la cuestión del imāmato. En este caso sí parece haber sido una referencia al califa ʿabbāsí, al menos desde el momento
en que los emires lamtuna buscaron el reconocimiento
efectivo de Bagdad como sus representantes en el gobierno de al-Andalus y el norte de África con el título de amīr al-muslimīn.43 En Oriente, los turcos selǧūqíes también establecieron
un régimen con la ambición de restaurar la ortodoxia sunní como sultanes, un
epíteto que expresaba su sumisión al califa, pero sobre todo su dominio. Ambos
sustentaron sus regímenes sobre las mismas bases sociales, políticas e
ideológicas (respeto a la autoridad califal y combate contra los enemigos del
islam mediante la conducción del ǧihād), teorizadas en los planteamientos de al-Māwardī (m. 450/1058) y al-Ġazālī (m. 505/1111): reconocimiento del poder de un
gobernante independiente por parte de la autoridad califal mediante la
delegación. Espejos de príncipes como los del visir persa Niẓām al-Mulk (m. 485/1092) o
los de los andalusíes al-Murādī (m. 489/1096) y al-Ṭurṭūšī (m. 520/1126) abogaron por poderosos soberanos ideales que
defendieran a los musulmanes mientras establecían una fiscalidad justa y una
administración eficaz bajo la supervisión de los ulemas.44
Pese a que, en sus inicios, la dominación
almorávide fue acogida con satisfacción por parte de los andalusíes debido al
amenazador avance cristiano, pronto se empezó a sentir como “extranjera”.
Asimismo, sus primeras derrotas frente a los cristianos deterioraron la
reputación y el prestigio del régimen. Todo ello terminó contribuyendo a que un
creciente malestar contra los almorávides se formara en al-Andalus
durante la segunda década del siglo VI/XII, desembocando en tumultos, revueltas
y movimientos de oposición en los años cuarenta de dicha centuria.45 La legitimidad almorávide resultó, de este
modo, cuestionada, surgiendo nuevamente el mismo debate sobre la autoridad que
se había producido en el período de las primeras taifas.
La primera respuesta, muy vinculada con el
espiritualismo sufí, se originó en las zonas rurales. A partir del siglo V/XI
se había puesto en marcha un proceso de reforma religiosa que insistía en
otorgar mayor contenido espiritual a las prácticas rituales, reconociendo que
el acceso al conocimiento divino podía producirse por medio de distintos
agentes como el santo o el amigo de Dios, el sufí y no solo por medio de la
hermenéutica de los ulemas. Estos elementos se hallaban en la obra del ya
mencionado jurista y sufí oriental al-Ġazālī (m. 505/1111). Su pensamiento
llegó al Occidente islámico en el período almorávide, siendo recibido no sin
tensiones por parte de algunos sectores jurídicos.46 En este contexto político-religioso
surgió, en 539/1144, en el Algarve, con centro en Mértola,
una rebelión ascético-mística y antialmorávide.47 Alrededor de un sufí de origen muladí, Ibn
Qasī (m.
546/1151), se aglutinó el movimiento de los murīdūn
(“iniciados”) que, influido por el ismāʿīlismo,
proclamaba la reforma espiritual y moral en combinación con el militarismo. Ibn
Qasī, que, de acuerdo con
algunas fuentes, afirmaba obrar milagros, se proclamó y fue reconocido como imām y mahdī, acuñando monedas de plata con el título de al-imām al-qāʾim
bi-amr Allāh (“el guía
que se alza por medio del mandato de Dios”) y recibiendo la adhesión de Niebla,
Beja y Évora, tal y como se observa en las acuñaciones.48 Se trataba de un liderazgo
político-religioso de tipo salvacionista que
concentraba en manos de un guía mesiánico tanto el poder como la autoridad,
prescindiendo de referencia alguna a la institución califal.49 Sin embargo, a partir de 540/1145–6, el movimiento empezó a perder fuerza. Los
intentos de Ibn Qasī por expandirse al oeste no tuvieron éxito y no pudo mantener
el control sobre sus comandantes y partidarios. En este contexto, se aproximó a
los Almohades, cuyo movimiento también era resultado de la predicación de la
figura cuasi-profética del mahdī Ibn Tūmart entre las tribus
beréberes de las montañas del sur de Marrakech. Ibn Qasī renunció a
sus pretensiones mahdistas y ayudó a
estos últimos a ocupar el occidente andalusí. No obstante, circunstancias
posteriores le forzaron a buscar una alianza con los cristianos, siendo
asesinado por sus descontentos subordinados en 546/1151.
Distinto a este modelo político-religioso fue el
conocido como régimen del cadí-raʾīs. Este sistema se implantó en las zonas más
urbanizadas y donde existían unas estructuras estatales bien consolidadas:
Córdoba, Jaén, Málaga, Granada, Murcia y Valencia.50 Lo que se buscaba era establecer una
figura que actuara como una especie de custodio del poder para “impedir los
conflictos entre las gentes hasta que llegue alguien apto para ella”, es decir,
digno de desempeñar el emirato, tal y como dijo el juez Ibn al-Ḥaǧǧ de Murcia al asumir la riyāsa
en 539/1145.51 Resulta comprensible que, ante el vacío de poder, la persona encargada de
gestionar los asuntos del sulṭān fuera el cadí, el delegado del soberano y, como
miembro del sector de los ulemas, también del Profeta. Para muchos, en
consecuencia, solo los cadíes podían procurar la continuidad del aparato
estatal y el mantenimiento del orden social. Con este principio en mente, se
hicieron cargo de los nombramientos, del fisco, de la administración y de las
tropas mientras se legitimaban acudiendo a una relación ficticia con una
autoridad superior, ya fuera otro cadí o un distante y remoto califa. Con todo,
buena parte de estos gobiernos pasaron de un liderazgo de tipo transitorio y
efímero a uno más consolidado e independiente, el paso de raʾīs a emir (amīr).52 El caso más destacado es el del cadí Ibn Ḥamdīn, proclamado en Córdoba en raǧab-šaʿbān de 539/diciembre 1144–enero 1145. Se comportó como un
califa: acuñó en oro con sus epí- tetos
honoríficos y bajo la autoridad de al-imām ʿabd
Allāh amīr al-muʾminīn, usó títulos califales (al-Manṣūr bi-llāh, al-Nāṣir li-dīn Allāh) y el pseudo-califal de amīr al-muslimīn, vivió en el palacio califal,
organizó la cancillería y el fisco, se ocupó de las fuerzas armadas y obtuvo el
reconocimiento de otros. Estos esfuerzos, además, por coordinar la umma andalusí indican que buscaba reunificar
de forma legítima al-Andalus revistiéndose de un
poder de tipo tradicional, como raʾīs de la antigua sede califal y no, simplemente,
establecer un gobierno transitorio. Esto muestra que en la concepción de estos
líderes no había todavía otra cosa más que la aspiración a una autoridad única
amparada en el imāmato y el califato.
Los actos respondían
al intento por reestablecer un sistema socio- político continuista, en cierta
medida, con la tradición
almorávide y su
ideario político “sultanista” frente a la ruptura que
representaba el movimiento de Ibn Qasī, próximo al almohadismo. Con
todo, el gobierno del cadí solo duró once meses.53
Con todo, como indica M.
Fierro, existían más delegados del imām que podían actuar en tiempos de crisis y fueron los
gobernadores y comandantes militares los que pusieron en marcha la última de
las alternativas esbozadas en este período.54 Hay que distinguir, no
obstante, entre los dirigentes sin más aspiraciones que las de hacerse cargo
del poder ante el colapso almorávide y los líderes que establecieron gobiernos
más duraderos y con perspectivas de unificar el territorio andalusí. Destaca
entre los segundos Abū Ǧaʿfar Aḥmad
b. ʿAbd al-Malik (m.
540/1146), más conocido por su sobrenombre Sayf
al-Dawla o “Espada de la dinastía” (castellanizado como Zafadola)
descendiente del noble linaje de los Hūdíes.55 En alianza con los cristianos, y con el
prestigio de su “legitimidad” dinástica, logró ser reconocido en Córdoba,
Granada, Jaén y Murcia, aunque solo pudo consolidar su poder en esta última y
en Valencia. Su proyecto político se plasmó en sus dinares, con su laqab de al-Mustanṣir bi-Allāh (“el que se
ampara en Dios”) y bajo la autoridad de al-imām ʿabd Allāh
amīr al-muʾminīn. Otras acuñaciones, en
cambio, abandonan esta
ambigua referencia, concediendo una soberanía mayor a Zafadola.56 Sus pretensiones, sin embargo, se vieron
frustradas cuando encontró la muerte a manos de sus aliados cristianos en el
contexto de las cambiantes circunstancias que se vivían en aquellos momentos.
Pese a ello, el este andalusí mantuvo la estabilidad hasta la conquista
almohade bajo el mando de Muḥammad b. Saʿd b. Mardanīš (r. 542–67/1147–72) en el Levante y el de los Banū Ġāniya, descendientes del último
gobernador almorávide de Sevilla, en las Baleares (r. 520–99/1126–1203). Ambos gobiernos
presentaron su dominio en un sentido tradicional, semejante al almorávide. Las
inscripciones de sus acuñaciones lo muestran con claridad: aparece el
gobernante con el título de emir y se usa la recurrente fórmula al- imām ʿabd Allāh amīr al-muʾminīn como elemento de autoridad. Parece que
el referente era el califa de Bagdad, nombrado en la ḫuṭba, tal y como se explicita en algunas monedas de Ibn Mardanīš. Estos elementos constituían muestras visibles de
la plena alineación con el sunnismo frente a la
creciente amenaza que suponían los Almohades, quienes terminaron por reunificar
todo el conjunto andalusí.57
Nuevas soluciones ante el ocaso
del Califato almohade (siglo VII/XIII)
Aunque tradicionalmente la batalla de las Navas de
Tolosa (609/1212) ha sido considerada como el elemento decisivo del colapso del
Imperio almohade, no fue, como ha señalado F. García Fitz, hasta 620/1224
cuando una serie de querellas intestinas condujeron a la disgregación de su
dominio. Las disputas dinásticas impidieron a los califas ejercer su autoridad
sobre un imperio muy heterogéneo, incapacitándolos para hacer frente a la
expansión de tribus como los zanāta Banū Marīn (Meriníes)
hacia Taza, Mequínez y Fez o la consolidación de los árabes hilālíes
en las llanuras atlánticas. Al mismo tiempo, el colapso del poder central
condujo a las grandes ciudades provinciales a una autonomía cada vez mayor. A
este difícil panorama vino a sumarse la renuncia del califa al-Maʾmūn (r. 624–9/1227–32) a la doctrina almohade en 627/1230, decretando
la supresión de la mención del mahdī Ibn
Tūmart en las monedas, en la oración del viernes y en
la correspondencia oficial. Se prohibió también hablar de la impecabilidad del mahdī, afirmando que la proclamación de Ibn Tūmart como mahdī fue
errónea y que no hay más Mahdī que
Jesús.58 Esta
iniciativa, en lugar de conciliar opiniones, convulsionó todavía más la
situación. Entre 627/1230 y 668/1269, a pesar de que la sucesión califal se
mantuvo entre los Muʾminíes,
las constantes disputas condujeron a la fragmentación del Occidente islámico y
a que se reabriera la cuestión califal y la legitimidad del poder. Una primera
opción era seguir reconociendo a estos últimos. De hecho, la corte de
Marrakech, pese a las querellas intestinas, todavía dio muestras de fortaleza
bajo califas como al-Rašīd (r. 630–40/1232–42), que
restauró de nuevo el almohadismo como doctrina
oficial, logrando el reconocimiento de Sevilla, Ceuta y del emir Muḥammad b. al-Aḥ-mar.59 Esto tenía pocas implicaciones prácticas,
pero resolvía la cuestión de la legitimidad, desarrollando la ficción de que en
todos aquellos lugares, las autoridades actuaban como gobernadores de los Muʾminíes.60 El califa al-Saʿīd (640–6/1242–8) también prosiguió con esta política
para reestablecer el dominio muʾminí
sobre el norte de África por medio de campañas militares. Lo logró con Siǧilmāsa y tras varios intentos
también con los Meriníes, pero falleció en el
enfrentamiento por someter a Yagmurāsan b. Zayyān y a los Banū ʿAbd al-Wād
de Tremecén en 646/1248.61 Hubo más califas en Marrakech, pero ya no
fueron reconocidos fuera de la capital.
Frente al gobierno de Marrakech había surgido en
la Península una fuerte tendencia antialmohade,
materializada en el gobierno de Muḥammad
b. Yūsuf b. Hūd (r. 625–
35/1228–38) y sus sucesores en Murcia.62 Los emires hūdíes se
proclamaron representantes de los ʿAbbasíes,
a los que invocaron como autoridad, siendo designados por estos como
gobernadores de al-Andalus en su nombre. Pese a lo
remoto que podía resultar este territorio desde la perspectiva bagdadí, parece
que esta “reintegración” en la soberanía ʿabbāsí no fue un simple oportunismo. El reconocimiento a
los califas orientales, de hecho, se mantuvo constante en las emisiones monetales,63 en el sermón del viernes, en el intercambio de
misivas y embajadas y en el apoyo y la simpatía de las élites y los círculos
culturales murcianos. Por tanto, más allá de la idea de romper con el califato
almohade y sus principios doctrinales, existió una especie de “programa
político” que buscaba la creación de un poder andalusí fuerte y estable que
fuera capaz de mantener a raya a los cristianos.64 Otros dirigentes, si bien con una actitud
más ventajista, también optaron por colocarse bajo la autoridad de Bagdad. Son
los casos de Zayyān b. Mardanīš
en Valencia (626/1229), Ibn Maḥfūẓ de Niebla y, entre 635/1238
y 637/1240, de Ibn al-Aḥmar.65 Al fin y al cabo, esta invocación
espiritual de los ʿAbbāsíes
era la única alternativa al almohadismo. Al carecer
de la legitimidad para proclamarse emires de los creyentes, colocarse bajo la
soberanía teórica del califa sunní de Bagdad era la única opción a disposición
de los gobernantes para justificar la asunción del poder al margen de la
ideología almohade. La tercera alternativa a la crisis de autoridad la
constituyeron los Ḥafṣíes de la región tunecina, Ifrīqiya. La dinastía había iniciado su autonomía en
627/1230, cuando el gobernador Abū Zakariyyāʾ (r.
627–47/1229–49), ante la renuncia de al-Maʾmūn
(r. 624–9/1227–
32) a la doctrina almohade,
decidió no reconocer más a los Muʾminíes, ordenando hacer la ḫuṭba en nombre
del mahdī Ibn Tūmart
y de los califas rāšidūn y adoptando el título de amīr en su correspondencia. El ser
descendiente del beréber hintāta Abū
Ḥafṣ ʿUmar, uno de los principales compañeros
y discípulos de Ibn Tūmart, le reportó un considerable
prestigio y legitimidad como defensor del almohadismo.
No obstante, una genealogía árabe fue creada para este epónimo de la dinastía,
haciéndolo descendiente nada menos que del califa ortodoxo ʿUmar
b. al-Ḫaṭṭāb (r. 13–23/634–44).66 Con estas credenciales, el renombre de Abū Zakariyyāʾ no dejó de aumentar y hacia 629/1232 ya controlaba la mitad
del Magreb, siendo proclamado como autoridad soberana por parte de varios
gobernantes andalusíes: Muḥammad
b. al-Aḥmar (hacia 629/1232),
las autoridades de Sevilla y Zayyān b. Mardanīš en Valencia (635/1238) y en Murcia
(636–8/1239–41).67 Siguiendo con esta política de consolidación, en 634/1236–7 Abū Zakariyyāʾ hizo que su nombre fuera pronunciado en el sermón del
viernes y en 640/1242 sometió a los Zayyāníes al
ocupar Tremecén.68 Con la muerte del califa muʾminí al-Rašīd
recibió más sumisiones: Ceuta, Tánger, Alcazarquivir, Siǧilmāsa, Almería y los dominios de Ibn al-Aḥmar en 640/1242; Sevilla, Jerez y Tarifa al año siguiente; Mequínez
y los Meriníes en 643/1245.69 A ojos de muchos, los Ḥafṣíes aparecían como la dinastía más pujante y con más posibilidades de prestar
apoyo frente a la amenaza cristiana en al-Andalus.
Poco pudieron hacer los califas de Marrakech, sumidos en sus propias disputas, frente
a este desafío. La pugna ideológica se hizo más contundente en 650/1253, cuando
Abū ʿAbd
Allāh Muḥammad
(r. 647–75/1249–77), sucesor de Abū Zakariyyāʾ, asumió el califato como
amīr al-muʾminīn y con el laqab
de al-Mustanṣir,
plasmados ambos elementos en sus monedas, y siendo reconocido por Zayyāníes, Meriníes y,
brevemente, por el Ḥiǧāz.70
El fin de los Muʾminíes llegó con la toma de Marrakech por los Meriníes en 668/1269. Terminaba de este modo el Imperio
almohade y no lo hacía derribado por un movimiento que buscara la reforma
religiosa como en el caso de los propios Almohades o de sus predecesores
almorávides, sino, como muy bien ha señalado M. A. Manzano, de la mano de
agentes internos. Durante las luchas por el poder entre los descendientes de ʿAbd al-Muʾmin, varios de los grupos que formaban parte de la
propia estructura imperial, como Meriníes y Zayyāníes, aprovecharon su condición de intermediarios
entre la población y el gobierno para adquirir protagonismo y hacerse cada vez
más autónomos, reconociendo a los califas almohades y, cuando esto ya no
resultó necesario, a los Ḥafṣíes.71 Pese a ello, las nuevas dinastías que
emergieron eran conscientes de su inferioridad doctrinal respecto al proyecto muʾminí, ya que ni siquiera los Ḥafṣíes,
que se limitaron a reclamar la herencia almohade, contaban con uno propio. Por
ello, resultó esencial justificar el acceso al poder de los nuevos dirigentes
de manera convincente desde el principio, tal y como se observa en el proceso
descrito sobre las soluciones adoptadas para resolver la problemática en torno
al imāmato que el ocaso de los Muʾminíes planteó.
Más allá de estas alternativas, hubo otras
que ya habían sido ensayadas en períodos anteriores. La más común fue la de
adoptar las formas sultánicas ya usadas por los Al- morávides
y el título pseudocalifal de amīr
al-muslimīn junto con sobrenombres honoríficos.72 A pesar de ello, el dotarse de una genealogía árabe prestigiosa siguió
siendo un recurso útil. Así lo hicieron Ḥafṣíes,
Nazaríes y, si bien de forma más dubitativa, Meriníes
y Zayyāníes.73 Fue esto lo que
permitió a los Banū Ḥafṣ reclamar
el título califal de acuerdo con la tradición sunní, preservando al mismo
tiempo el mensaje almohade. Los Nazaríes también reivindicaron, aunque de forma
más atenuada, el califato y el título de amīr
al-muʾminīn al asociarse
genealógicamente con Saʿd b. ʿUbāda (m. 14/635), figura que
aspiró al califato tras la muerte del Profeta.74 El reclamo meriní y zayyāní
del título califal, pese a producirse, no dejó de ser algo ocasional,
momentáneo, y vinculado a momentos de auge y expansión territorial.
Con todo, las dinastías post-almohades
hicieron uso de la idea del buen gobierno, el mecenazgo religioso y cultural
para ganarse el apoyo de ulemas y sufíes, así como de otras herramientas de
legitimación, envolviendo los relatos cronísticos la imagen de los soberanos en
la piedad, el carisma místico y la santidad, y sus triunfos militares en la
sacralidad. Como muy bien resume M. A. Manzano, “si a la legitimidad
ético-moral se le sumaba la legitimidad militar, se obtenía como resultado la
legitimidad histórica, y con ella se daba curso legal a cualquier proyecto
hegemónico de expansión”.75
656/1258,
La caída de Bagdad y las soluciones al Vacío de Autoridad: Entre la tradición y
la innovación (siglos VII–X/XIII–XVI)
En 656/1258 las tropas mongolas comandadas por Hülegü conquistaron Bagdad y ejecutaron al califa al-Mustaʿṣim (r. 640–56/1242–58). Su
trágica muerte y la devastación de su sede fueron presentadas, en algunas
fuentes contemporáneas, como una catástrofe que provocó la ira divina:
desaparición de una estrella, incendios e inundaciones, terremotos en el Ḥiǧāz. Este
“vacío” produjo un “trauma cultural” que se reflejó en la poesía, la
cronística, los diccionarios biográficos y los tratados escatológicos. Para
muchos, el mundo sin califa era inimaginable y la destrucción de Bagdad solo
podía ser vista como signo del inminente fin de los tiempos. No obstante, esta
visión privilegia casi exclusivamente la voz de los ulemas, quizá más un
lamento por los privilegios perdidos que la expresión de un trauma compartido
por la totalidad de la umma. En realidad, las reacciones a la presencia
mongola fueron desde la sumisión hasta el rechazo pasando por el establecimiento
de un modus vivendi.76 Eso no significa que la conquista de Bagdad no
fuera un acontecimiento catastrófico, especialmente para sus habitantes, y que
no tuviera un notable efecto en el resto del mundo islámico. De hecho, con la
desaparición del califato, muchas dinastías se vieron privadas del referente de
autoridad que les aportaba la legitimidad para ejercer el poder. Resultó por
ello necesario elaborar distintas soluciones, que combinaban tradición con
innovación, prueba de la confusión que se generó.
Una primera se basó en
buscar fuentes de autoridad alternativas. Los gobernantes selǧūqíes de Anatolia empezaron a acuñar monedas
reemplazando el nombre del califa con las inscripciones al-mulk li-llāh (“la soberanía pertenece a Dios”), al-minna li-llāh (“la gracia pertenece a Dios”), al-ʿizza
li-llāh (“el poder pertenece a Dios”) y al-ʿaẓuma li- llāh
(“la majestad pertenece
a Dios”). Los sultanes apelaban así directamente a Dios como fuente de
autoridad sin hacer alusión a Su representante en la tierra, una forma de
“pasar de puntillas” a lo que İ. Evrim Binbaş
ha llamado “crisis constitucional” (constitutional crisis) y no admitiendo la ausencia del califa.77 En línea con esta solución,
había otras formas de hacer frente a este problema sin reconocer abiertamente
que la sede califal se hallaba vacante. Algunos sultanes de Delhi, en India,
emitieron moneda con sus tradicionales títulos de “mano derecha del califato” (yamīn al-ḫilāfa) y “auxiliar del emir de
los creyentes” (nāṣir amīr al-muʾminīn), pero sin mencionar a
ningún califa.78 Actuaban así como fieles vasallos
del califa, allá donde quiera que este se hallara.
Otra alternativa consistió en no asumir ese vacío,
aferrándose a los vestigios legitimadores que acuñar a nombre del difunto
califa al-Mustaʿṣim todavía
podía ofrecer, prolongando la ficción califal más de tres
décadas después de su funesto asesinato. Esto sucedió en el sultanato de
Delhi y entre los gobernantes de Bengala, aunque no solo.79 Las monedas yemeníes también siguieron
invocando al último califa bagdadí hasta el siglo IX/XV, mientras en Anatolia
aparecían patrones numismáticos particulares:
referencias póstumas a al-Mustaʿṣim
o a califas ficticios como al-Maʿṣūm bi-llāh (“el que es defendido por
Dios”).80
Una opción más fue proclamar un nuevo califato. El
caso más destacado es el de los gobernantes mamelucos de Egipto y Siria (r.
648–923/1250–1517). Tras un periodo de resistencia en el norte de Siria, un
miembro de la familia ʿabbāsí, que se había salvado de la destrucción de Bagdad,
huyó al Cairo y fue proclamado califa con el título de
al-Mus- tanṣir por Baybars (659/1261). Los califas ʿabbāsíes delegaron su poder
efectivo en los sultanes mamelucos, por cuyo éxito rezaban, ocupándose de
ejercicios piadosos y siendo incapaces de ejercer ningún poder militar,
institucional o administrativo. No obstante, el
califa
funcionó en ocasiones como árbitro y regente, pero habitualmente aventurarse en
la arena política supuso el exilio. Las élites gobernantes y los ulemas, en
general, trataron a los califas con deferencia ceremonial y veneración,
reconociendo su autoridad política y religiosa, aunque no se le concedieran
medios para ejercerla realmente. Todo un conjunto de eruditos, como Ibn Taymiyya (m. 728/1328), Šams al-Dīn Muḥammad al-Ḏahabī (m. 748/1348), Tāǧ al-Dīn
ʿAbd al-Wahhāb
al-Subkī (m. ca. 771/ca. 1370), Šihāb al-Dīn
Aḥmad al-Qalqašandī
(m. 821/1418), ʿAlāʾ al-Dīn ʿAlī b. Aḥmad
al-Šīrāzī (m.
861/1457) y Ǧalāl al-Dīn ʿAbd
al-Raḥmān al-Suyūṭī (m.
911/1505), mostró en diferentes escritos su compromiso continuo
con la idea del califato, admitiendo su primacía y reverenciándolo pese a la
diversidad de sus planteamientos y el reconocimiento de que el poder efectivo
había sido transferido a los sultanes. La pertenencia al renombrado linaje del
tío del Profeta convirtió al califa en una especie de talismán o presencia
portadora de santidad a los actos oficiales, festivales, rituales y a la propia
ciudad de El Cairo. Con todo, no se trató de una figura marginal o una fachada
y, pese a la indiferencia que recibieron en ocasiones por parte de los
mamelucos, ningún sultán mameluco abolió la institución, la fuente de autoridad
legítima.81
El ʿabbāsí fue el principal califato proclamado o
“restaurado” en este tiempo, pero no el único. Ya se ha señalado que, en el Magreb,
Ḥafṣíes,
Meriníes y los Banū ʿAbd al-Wād utilizaron abiertamente el
título califal o reivindicaron su derecho a la plena soberanía asumiendo el
califato. No deja, por tanto, de resultar lógico que la desaparición del
califato ʿabbāsí
de Bagdad tuviera una menor repercusión en el Occidente islámico, que contaba
con una longeva tradición califal propia. Sin embargo, hubo otros gobernantes
que también se proclamaron emires de los creyentes. Ġiyāṯ al-Dīn
Kayḫusraw III construyó una madrasa en Sivas, Anatolia, en 670/1271, figurando en su
inscripción como califa. Asimismo, algunos gobernantes de Delhi, como ʿAlāʾ al-Dīn Muḥammad Šāh (r. 695–715/1296–1316) y
su hijo, Quṭb al-Dīn Mubārak Šāh (r. 716–20/1316–20),
también lo hicieron. Este último adoptó los epítetos al-imām
al-aʿāẓam (“el imām supremo”), ḫalīfa rabb al-ʿālamīn
(“califa del Señor de los mundos”), ḫalīfat Allāh (“califa
de Dios”), y amīr al-muʾminīn, incluyéndolos en un elemento tan público como lo es la moneda, sin
limitarse a la poesía cortesana como hizo su predecesor. Estos califatos
estaban fundamentados en las victorias sobre los infieles y la eliminación de
los disidentes, siendo el mantenimiento del orden religioso uno de los
principales deberes vinculados con el imāmato.82 Con todo, estas decisiones conllevaban sus
riesgos. La audacia de Quṭb
al-Dīn le hizo impopular entre sus súbditos y sus
sucesores no prosiguieron con su política, regresando a títulos más modestos
como “protector del emir de los creyentes” (walī
amīr al-muʾ-minīn).83 Los orígenes “esclavos” y turcos de los
sultanes de Delhi los colocaban en una posición difícil a la hora de reclamar
de forma convincente el rango califal, ya que no cumplían con el requisito de
pertenecer a la familia del Profeta. Es por ello, por lo que atribuirse una
genealogía de este tipo resultaba fundamental para proclamarse califa, tal y
como hicieron los gobernantes de Bornu.84 Además, para los gobernantes existía otra
solución menos atrevida y que conllevaba notables ventajas a la hora de
resolver el vacío de autoridad: reconocer como soberano a uno de los califas
proclamados. Los Muẓafaríes de Fārs y los propios
gobernantes de Delhi lo hicieron. En 731/1331, Muḥammad b. Tuġluq (r. 725–52/1325–51)
envió mensajeros a Egipto solicitando que el califa ʿabbāsí al-Mustakfī
(701–40/1302–40) lo designara como su lugarteniente, y se
acuñaron monedas invocando el nombre del califa. Algunos años después,
en 744/1343, este mismo sultán recibió, con gran ceremonia, la investidura del
califa al-Ḥākim II (741–53/1341–52). A partir de mediados del siglo
VIII/XIV, los sultanatos de sur del Decán también buscaron la investidura
formal del califa ʿabbāsí del Cairo para disuadir a los soberanos de Delhi
de su conquista. Lo mismo hicieron los sultanes de Bengala, enviando obsequios
a los mamelucos y presumiendo de su lealtad al califa como sus delegados en la
India (sulṭān al-Hind), tal y como
plasmaron en sus acuñaciones.85 En otros lugares el reconocimiento a los ʿAbbāsíes,
pese a no ser muy amplio fuera de las fronteras mamelucas, también se convirtió
en una valiosa baza en el enfrentamiento por la preeminencia política y,
además, era una forma de fortalecer las relaciones con el país del Nilo. En
esta línea se inscribe el envío de preciosos regalos a Egipto, en 797/1394, por
parte del primer sultán otomano Bayezid I (r.
791–804/1389–1402), solicitando ser nombrado gobernante delegado de Anatolia (sulṭān al-rūm), algo que obtuvo.86
A una variante de esta forma de legitimar el poder
recurrieron algunos soberanos, proclamando su califato con el aparente
“permiso” de los ʿAbbāsíes. De acuerdo con un relato, uno de los
gobernantes de la dinastía soninké de los Askia del Imperio Songhay
(869–1000/1464–1591) en el occidente de África (al-Takrur)
en el transcurso de la peregrinación recibió, de parte del califa o del jerife
de La Meca, los títulos de imām
y ḫalīfa,
es decir su “delegado” o “representante” en el territorio que gobernaba. Se
fusionaban así la dimensión jerifiana, es decir la descendencia del Profeta,
junto con la legitimidad otorgada por las tierras islámicas centrales, ambas
fuentes político-espirituales suficientes para otorgar credenciales islámicas
de gobierno.87
La alternativa Turco-Mongola
y el Califato místico (siglos VII–X/XIII–XVI)
No fueron estas las únicas estrategias a la hora
de resolver la crisis de autoridad. Un nuevo planteamiento apareció en Oriente
de la mano de los mongoles. Estos, al eliminar al califa sunní de Bagdad de la
ecuación, establecieron un nuevo paradigma político-religioso de soberanía con
tintes universalistas, mesiánicos y abierto al sufismo y al šīʿísmo. Para ellos, incluso una vez islamizados, el
acceso a la autoridad divina ya no se hacía a través del califato, sino que el
soberano era, por sí mismo, fuente de autoridad en comu-
nicación con la divinidad. Se fusionaron así la
autoridad soberana y la política, creando una que era, a la vez, fuente y
sujeto de la soberanía. Este nuevo modelo estaba articulado, fundamentalmente,
sobre dos principios: la bendición del Cielo Eterno con el dominio universal
para Chinggis Ḫān
y su descendencia y la concesión del éxito y la buena fortuna en dicha misión.
A esta teología política de derecho divino, los mongoles agregaron las
tradiciones religiosas y los “recursos” espirituales de los pueblos
conquistados, en este caso el islam. De este modo, se apropiaron, adaptaron y
absorbieron instituciones y elementos que reforzaban sus pretensiones de
autoridad sacra, dando la bienvenida a la “in- novación asumiendo la
continuidad”. Una nueva síntesis chinggísida-islámica
fue creada en el Irán gobernado por los mongoles tras la conversión oficial de Ġāzān (694/1295).88
El
īlḫān mongol
era el gran soberano esperado por los eruditos religiosos y predicho
por
los astrólogos, el que aparecería hacia el año 690/1291. Su guía fortalecería
el Islam y reviviría a la debilitada umma,
restaurando la justicia en su calidad reformista de mahdī,
el salvador espiritual, y “el que tiene la autoridad de la era” (ūlī al-amr). Los īlḫānes eran los
continuadores de las sucesivas misiones de los profetas abrahámicos, los
monarcas enviados por Dios a los creyentes para restaurar la fe como muǧaddidūn
y deshacer los gobiernos corruptos y tiránicos. Eran ellos, en lugar de los
califas y los ulemas, los ver- daderos defensores de la ley islámica (la šarīʿa)
en la era posterior a Muḥammad.
El soberano mongol reclamaba así la jefatura de la comunidad como pādšāh-i Islām (“rey del Islam”),
adoptando los estandartes negros, el color de los ʿAbbāsíes y disputando a los mamelucos el liderazgo de
la peregrinación a las ciudades santas de Arabia. Asimismo, aunque veneraron a
los ʿAlíes como descendientes
del Profeta, no se subordinaron a ellos y reivindicaron el título de imām dadas sus cualidades sobrehumanas y
poderes ocultos concedidos por Dios en su calidad de amigos o compañeros (āwliyāʾ) del Altísimo. Todas las
conquistas logradas mostraban, además, que el īlḫān era un rey santo dotado
de buena fortuna, el ṣāḥib-qirān
(“señor de la conjunción auspiciosa”) nacido bajo el auspicio de los cielos
por ser descendiente de Chinggis Ḫān.89
La reivindicación īlḫāní del dominio supremo sobre el mundo islámico
alcanzó nuevas cotas en el siglo IX/XV bajo el gobierno de sus sucesores, los
Timuríes y los Aq Qoyunlu.
En este contexto postmongol, surgieron varias
estrategias discursivas que profundizaron en el paradigma creado en Irán por
los mongoles y que, al mismo tiempo, reutilizaron antiguos conceptos con nuevos
usos, siendo uno de ellos el califato. Estas dinastías turco-mongolas, en su
búsqueda de legitimidad, patrocinaron a un conjunto de pensado- res que
reformularon el modelo tradicional para que estuviera en consonancia con los
reclamos de sus señores.90 Todo giró en torno a la noción sufí del
“Hombre Perfecto” o insān-i kāmil, arquetipo del ser humano
y del universo. El califa era su personificación, el auténtico representante de
Dios en este mundo y de Sus nombres. Los gobernantes eran manifestaciones de la
totalidad de los nombres divinos, siendo Sus sombras en lo que al nombre
interno (ism-i bāṭin) se refería y Sus
manifestaciones en lo que respectaba al nombre externo (ism-i ẓāhir). Esto se reflejaba en el
propio soberano y en su doble personalidad: el sultán depositario del califato
formal y temporal (ḫilāfat-i ṣūrī) y la persona a través de
la cual se articulaba el califato interno y espiritual (ḫilāfat-i bāṭin). Otra forma de referirse
a este último concepto fue a través del ḫilāfat-i ilāhī
o
califato divino, una manifestación del conocimiento divino que recaía en los elegidos e
inspirados por el Altísimo, Sus califas o reyes-filósofos. En definitiva, el
soberano ideal era el que velaba por la administración de la tradición sagrada
(šarīʿa) y era sinónimo de la sombra del Altísimo, Su representante. Esta vicerregencia de Dios (ḫalīfat al-raḥmān, ḫalīfa-yi ilāhī, ḫalīfa-yi insānī) se producía a través del cultivo de las
virtudes y la potencialidad humana, en concreto la del ḫalīfat Allāh, para encarnar los
atributos divinos.91
Estas formulaciones eliminaron la obligación sunní
de tener que pertenecer al linaje de Qurayš, haciendo
posible que gobernantes no árabes reclamaran el título califal por me- dio de
esta vía teosófica radicada en la numerología y la perfección espiritual. En el
siglo X/XVI, Otomanos, Safavíes y Mogoles hicieron
uso de este vocabulario y este discurso, con nuevas formulaciones, para
reivindicar el dominio universal.
Conclusiones
Muchos ulemas y pensadores bajo la órbita egipcia
no podían dejar de reconocer la veneración y respeto que sentían hacia el
califa cairota como fuente de autoridad legítima de todo el cuadro
institucional del estado mameluco. Sin embargo, los tratados teóricos sobre la
noción del imāmato, en realidad, trataron de
legitimar la posición del sultán mameluco, ignorando por completo a los califas
pese a ser conscientes de su presencia y reconocer, sutilmente, el lugar que
ocupaba en la estructura jerárquica mameluca. Lo cierto es que lo que se
certificaba plenamente era la autoridad y legitimidad del sultán mameluco que,
en verdad, se había apoderado de la autoridad del califa como imām. Así pues, con el fin de garantizar la
continuidad y estabilidad del sistema, los jurisconsultos transfirieron el
discurso en torno al imām del califa al
sultán con la transferencia de sus poderes ejecutivos por delegación
exhaustiva.92
Un buen ejemplo de esto lo constituye el
planteamiento del juez šāfiʿī
Badr al-Dīn Muḥammad b. Ǧamāʿa (m. 733/1333) en torno
al imāmato. Ibn Ǧamāʿa mencionó que podía
adquirirse de forma electiva o coercitiva. Para la primera, el candidato debía
ser un varón musulmán adulto libre y qurayší, además
de ser sabio, juicioso, justo, valiente y competente en la gestión de los
asuntos estatales. Se podía conferir por medio del juramento de lealtad (bayʿa) o por designación del
predecesor y, la obediencia era obligatoria. Pero estas condiciones no se
aplicaban cuando el titular del poder militar (ṣāḥib al-šawka) ser autoinvestía
por la fuerza coercitiva (al-bayʿa
al-qahriyya) con el imāmato
sin ningún otro requisito. Ibn Ǧamāʿa explicó que aunque el
usurpador no fuera erudito o resultara ser impío, su imāmato
se consideraba válido y era obligatorio obedecerle, al igual que si otro
titular del poder militar se alzaba y asumía el poder. Lejos de limitarse a
afirmar que el titular del poder coercitivo –bajo un califa nominal– ostentaba
todas las autoridades del cargo de imām, Ibn Ǧamāʿa
afirmó inequívocamente que el titular del poder coercitivo podía ser el propio imām. La principal contribución, por tanto, de este
jurista fue negar la necesidad del califato. Para él, el imāmato,
el sultanato y el califato eran instituciones distintas, bien delimitadas y con
sus propios requisitos. El primero era esencial ya que concentraba los poderes
necesarios para dirigir el Estado y el segundo podía asumir esos poderes por
mandato del califa, pero también en ausencia del mismo, convirtiéndose así el
sultán en el imām legítimo sin
necesidad de delegación. Esta formulación teórica, al distinguir al califa del imām, resolvía el debate sobre la necesidad de un
califa para justificar la existencia del Estado, a la vez que preservaba la
naturaleza simbólica e impoluta del califato al mantener muy alto el listón del
imāmato electivo mientras las
condiciones para asumir el imāmato coercitivo
eran casi inexistentes.93
Un postulado tan rupturista respecto al modelo
anterior fue el resultado de los cambios que se habían desatado en la cultura
política del mundo islámico en el siglo VII/XIII. La desaparición del califato ʿabbāsí a manos de los mongoles, en
656/1258, removió los últimos atisbos teóricos en torno a un imperio universal
islámico, emergiendo un nuevo contexto en el que numerosos sultanes reclamaron
el título califal o reconocieron a alguno de los ya proclamados.94 En cualquier caso, resultó clave para los
sultanes resolver las cuestiones ligadas a la legitimidad del poder que habían
asumido. Hasta ese momento, los dirigentes habían gobernado manteniendo la
ficción de que eran gobernadores de los califas bagdadíes, a los que reclamaban
diplomas de investidura, mencionaban en el sermón del viernes y en sus
acuñaciones. Si bien es cierto que los ʿAbbāsíes
ejercían un escaso control militar o político sobre vastas extensiones del
antiguo imperio, su prestigio simbólico sociocultural y religioso como líderes
nominales de una comunidad musulmana suní universalmente concebida seguía
intacto. Asimismo, el califato estaba inextricablemente ligado a la formulación
y legitimidad de la jurisprudencia islámica y su existencia era esencial para
que la Ley pudiera ser aplicada y que los musulmanes pudieran cumplir con sus
obligaciones religiosas.95 Sin embargo, desaparecido el califa, ¿cómo se podía seguir gobernando sin
la fuente de autoridad que dotaba de legitimidad a todo el sistema?
En cualquier caso, el problema de cómo gobernar en
un mundo sin califa ya había aparecido en el siglo V/XI en al-Andalus. Nuevas crisis en torno a la autoridad representada
por el imāmato volvieron a surgir con
el ocaso de los Almorávides a mediados del siglo VI/XII y el de los Almohades
durante el VII/XIII. Las respuestas que se dieron a cómo regir a la umma de
forma legal por parte de los gobernantes en Occidente y en Oriente fueron
variadas, tal y como se ha mostrado en el desarrollo de este artículo, pero
todas ellas se pueden agrupar en cinco.
Una de ellas fue la restauración del califato, un
ideal para ulemas como Ibn Ḥazm,
pero que condujo a la proclamación de un falso califa omeya por parte de los Banū ʿAbbād
de Sevilla y de un resucitado, disminuido y sometido califato ʿabbāsí en El Cairo de los sultanes
mamelucos.96 Esta solución representaba una opción continuista y en sintonía con la
tradición que se fundamentaba en la delegación del poder efectivo por parte del
califa proclamado. Juristas orientales como al-Māwardī
(m. 450/1058) y al-Ġazālī (m. 505/1111) legitimaron así la concesión
de legalidad por parte del imām al
poder efectivo poseído por el sultán.
Una segunda alternativa era proclamar un nuevo
califato. A diferencia de la anterior no era continuista, ya que suponía
sustituir la autoridad de los califatos anteriores por una nueva, se consideraran estos sus herederos o no. Son los casos de los
proclamados por los Ḥammūdíes,
los Ḥafṣíes,
distintos soberanos de Delhi, de la Anatolia selǧūqí, pero también de los Nazaríes, los Meriníes y los Zayyāníes. Algunos
soberanos africanos también lo hicieron, según los relatos de las fuentes, con
la aquiescencia ʿabbāsí.
Estos califatos estaban respaldados en el éxito y los triunfos militares,
fundamentalmente, bus- cando llenar el vacío de autoridad generado. No
obstante, en ocasiones, la ausencia de una genealogía qurayší
resultó problemática para algunos de ellos, solución que varios resolvieron
fabricándose una.
Otra repuesta, una de las que gozó de mayor
difusión y duración, fue la de solicitar el reconocimiento de uno de los
califas disponibles, algo que hicieron los emires almorávides, los Banū Ġāniya, Ibn Mardanīš, los Muẓafaríes de Fārs, algunos
sultanes de Delhi, del Decán y de Bengala, los propios otomanos, los Nazaríes,
los Meriníes, los Banū ʿAbd al-Wād
y muchos gobernantes de las llamadas tercera taifas. Con todo, también se podía
optar, simplemente, por reconocer la autoridad de uno ficticio o difunto. En
esta solución se sitúan las invocaciones del último, y difunto, califa bagdadí
en las monedas por parte de gobernantes de la India y de Yemen y, por supuesto,
las referencias de los gobernantes de las primeras y las segundas taifas al
enigmático y ambiguo imām ʿabd Allāh
amīr al-muʾminīn,
ya fuera con el añadido al-ʿabbāsī o sin él. Esta idea de gobierno delegado se plasmó también en la adopción
de títulos funcionales, como el de visir o ḥāǧib,
junto con laqabs de tipo sultánico (los que se
apoyan en dawla), muy frecuentes ambos en
tiempos de las primeras taifas y de los Ġaznavíes y los sultanes de Delhi.97 En palabras de Eduardo Manzano: «(...) el
territorio de al-Andalus se encontraba plagado de
chambelanes que, aparte de asumir aparatosos títulos honoríficos, creaban sus
propias dinastías, cual si fueran “almanzores”
exportados desde Córdoba a las provincias. (...) Todos ellos se veían a sí
mismos como servidores de un califa ausente y lejano, al que servían lealmente
desde su ciudad o territorio».98 No dejaba de ser un reconocimiento al principio
califal sunní.99 Una opción menos respetuosa con la tradición era la de reconocer la
ausencia del califa. Las monedas de algunos de los mulūk
al-ṭawāʾif
plasmaron la ausencia de un imām unánimemente
reconocido, acuñando sin hacer referencia al mismo. Se sancionaba así que el
gobernante podía gobernar sin vincularse de un modo explícito a la autoridad
califal. Estos actos no contaron con un desarrollo teórico que los legitimara,
al menos en Oriente hasta Ibn Ǧamāʿa en el siglo VIII/XIV, pero, sin embargo, asumía la
realidad: se podía gobernar a la comunidad sin la presencia de un califa. En el
Occidente islámico postalmohade, Nazaríes y Meriníes también emitieron numerario, en numerosas
ocasiones, sin referencia alguna a la autoridad califal.100
Existió una última respuesta, que implicó la búsqueda de fuentes alternativas de autoridad a la
institución califal. En este apartado se podrían incluir numerosos recursos,
muy diferentes entre sí. Uno de ellos fue, sin duda alguna, la adopción de
títulos honoríficos de tipo califal y pseudo-califal,
es decir, con y sin la coletilla bi-llāh, algo
a lo que muchos reyes de taifas recurrieron como forma de asumir el pleno
ejercicio de la soberanía y ocupar el espacio vacante de autoridad dejado por
la ausencia califal.101 Había, no obstante, otros recursos útiles para cubrir ese hueco, como el
mesianismo y el misticismo. Se trataba ante todo de una fórmula
político-religiosa para crear un estado y volver a concentrar en una figura cuasi-profética la autoridad, algo muy recurrente en
contextos tribales.102 Es el caso de movimientos como el de Ibn Qasī en el Algarve y los
Almohades, pero el mahdismo y el sufismo también
fueron utilizados por parte de los mongoles. Estos últimos fueron los
responsables de crear un nuevo modelo de gobernante islámico que no necesitaba
del califa para aspirar a desempeñar la máxima autoridad del islam. Esas
novedades permitieron a las dinastías turcomanas de Irán y la India adoptar el
título califal sin ser árabes, apoyándose en el discurso alternativo sobre el
califato que diversos eruditos de la escuela de Ibn ʿArabī en Irán y Asia Central a principios de la Edad
Moderna. El saber, que siempre había desempeñado un papel central en la
articulación del poder y la autoridad en las sociedades islámicas,103 fue una de las claves de este nuevo modelo
de soberanía. Una baza que ya había sido puesta en marcha por parte de
numerosos mulūk al-ṭawāʾif, buscando cumplir
con la idea platónico-farabiana del rey-filósofo. Al
fin y al cabo, en el mismo Corán (2:32–4) se nos cuenta que Dios, tras crear al
primer ser humano, “enseñó a Adán los nombres de todos los seres”. Luego el
Altísimo lo presentó ante los ángeles y les pidió a estos que dijeran los
nombres, algo que desconocían dado que Dios solo se los había enseñado a Adán.
Ante esto, el Altísimo indicó al primer ser humano que pronunciara los nombres
y, tras ello, ordenó a los ángeles inclinarse ante Adán. El relato revela que
Dios no sólo había nombrado a Adán virrey de los ángeles y las criaturas, sino
que también había compartido con él sus conocimientos, nombrándolo maestro. La
autoridad, por consiguiente, iba ligada al conocimiento, tal y como también se
observa en figuras como el rey-profeta Salomón, y fue ese vínculo el que
permitió a gobernantes timuríes como Mīrzā Iskandar b. ʿUmar-Šayḫ (m. 818/1415) de Fārs proclamarse califa de Dios en la tierra.104 Era la sabiduría y no el califato lo que
era necesario para acceder a la Verdad divina y, de hecho, lo segundo podía
lograrse a partir de lo primero. Una buena solución, por tanto, era apelar a
Dios como fuente de autoridad, tal como hicieron las monedas de varios
gobernantes selǧūqíes de
Anatolia tras el ocaso ʿabbāsí.
Con todo, contar con una genealogía emparentada con el Profeta siguió siendo
relevante para reivindicar el califato en el Occidente islámico, pero también
disponer, en general, de una ascendencia árabe real o fabricada, tal como
muestran los casos de las cortes taifas de Sevilla y Badajoz y su
reivindicación de un glorioso pasado tribal preislámico del que se presentaban
como herederos.105 No obstante, existió un último recurso para legitimarse sin necesidad de
recurrir al califa: la idea del buen gobierno. Es lo que J. Ortega Ortega acertadamente ha caracterizado como una suerte de walfare state pre-moderno destinado a procurar el “bienestar de los
musulmanes” (maṣāliḥ al-muslimīn).106 La administración, como señala M. Fierro,
constituía un medio de comunicación directo entre el gobernante y la población,
ya que los impuestos y la aplicación de la justicia eran pruebas de la
legalidad y moralidad de los soberanos.107 En definitiva, una proclamación de que el
gobernante respetaba la Ley divina con ayuda de los ulemas sin necesidad de la
supervisión califal.
Por tanto, pese a que los problemas de legitimidad
que la crisis del imāmato implicaba dio
lugar, dentro de la variedad, a soluciones similares y comunes en Occidente y
Oriente, los cambios en la cultura política islámica desatados a raíz de la
crisis del califato almohade y la destrucción del bagdadí en el siglo VII/XIII
supusieron la transformación del califato como institución. Hasta ese momento,
se habían articulado entramados teóricos que venían a conciliar la toma del
poder en las provincias por parte de los gobernadores con la posición nuclear
del califa en la doctrina islámica en su papel de ejecutor de las leyes divinas
y el que velaba por su cumplimiento por parte de la comunidad. Los actos
religiosos y seculares de los creyentes eran ilegales si no estaban insertos en
ese marco.108 Esto fue lo que hizo que en el siglo V/XI todavía fuera necesario invocar a
un califa para emitir dinares y situar el gobierno en un marco legítimo. La realidad
era que ninguna dinastía podía presentarse como garante de la unidad de la
comunidad y, mucho menos, presentar a un imām
de impecable genealogía, es decir qurayší. Esto
siguió siendo relevante en el Occidente islámico pese a la existencia de grupos
con opiniones en torno a la selección del imām
más ligadas a la excelencia que a la genealogía.109 Esta cuestión quedó más resuelta en
Oriente, donde los mongoles, al acabar con el califato, acabaron con el marco
político y religioso del islam sunní, estableciendo un nuevo tipo de realeza
que era asignada por intervención divina. Se eludían así las
conceptualizaciones previas que restringían la transmisión de la autoridad y la
legitimidad a la sucesión hereditaria del Profeta. Finalmente, los ulemas transigieron
con el nuevo modelo, aceptando que el califato no era necesario para asumir el
gobierno, tal y como se observa en el pensamiento de Ibn Ǧamāʿa.
De todos modos, no se puede considerar que los
gobernantes que ejercían el poder en estos períodos en los que la sede califal
estaba vacante fueran rebeldes o ilegítimos. Se limitaron a preservar el
funcionamiento de la maquinaria gubernativa cuando la sede califal colapsó.
Eran muy conscientes de que debían contar con el apoyo de los jurisconsultos,
pero también de que su legitimidad derivaba fundamentalmente de una realidad
indiscutible: habían asumido el poder de facto. En muchos casos, la población
asumió la nueva situación sin presentar sentimientos de desamparo político, ya
que los soberanos, aunque no fueran califas, se ocupaban de la gestión de los
asuntos cotidianos. Es cierto que hasta la desaparición de los califatos
“universalistas” de Almohades y ʿAbbāsíes
se mantuvo la necesidad de remitirse a una autoridad superior, pero para
finales del período medieval y los inicios de la Modernidad, era una realidad
que se podía acuñar mencionando solo el nombre del soberano sin remitirse a
nadie más. Sin duda, numerosos reyes y sultanes de África,
Oriente Próximo, Asia Central, la India y el Sudeste Asiático asumieron
el título califal, obteniendo algunos el reconocimiento de otros, pero eso
podría leerse más como una expresión de que aspiraban a ejercer la máxima
soberanía en sus territorios sin someterse a ninguno de sus vecinos. Se trata
del fenómeno que en el ámbito europeo vino a expresarse por medio de la frase: rex est imperator in regno suo. Es decir, todos
podían ser califas en su imperio. Amīr al-Muʾminīn y ḫalīfa se convirtieron así en un
elemento más en la titulatura de los gobernantes, desprovistos, en parte, de la
institución que los había amparado durante siglos.110 El califato se había convertido en una
idea, pero, al contrario de lo que expresaba el poeta Abū
l-Rabīʿa, siguió mantenien- do su significado político-espiritual para todos
aquellos delegados de Dios en la tierra que estuvieran dispuestos a asumirlo.
¶
Notas
1 Este artículo ha sido
financiado por el Proyecto
DFG-AHRC “Interreligious Communication in and between the La- tin-Christian and
the Arabic-Islamic Sphere: Macro-theories and Micro-settings”, dirigido por Daniel G. König (Uni- versität
Konstanz) y Theresa Jäckh (University of
Durham/Tübingen). Me gustaría dar
las gracias a James Wilson y Hossameldin Ali por su
ayuda con las traducciones y sus valiosos comentarios.
2 ʿAbbās, 1997:
III 514. Traducción propia.
3 Turki,
1982: 221–51.
4 Traducción
de F. de la Granja, reproducido en Viguera Molíns,
1990: 354.
5 Maʿrūf y ʿAwwād, 2013:
II 409, Maíllo Salgado, 1993: 130.
6 Qureshi, 1999; Hassan, 2016: 142–252; Pankhurst,
2013. Para el caso andalusí y su comparación con situaciones simi- lares a lo largo de la historia del mundo islámico,
véase el análisis y reflexiones contenidas en Wasserstein,
1993: 146–61.
7 Lambton,
1981; Crone, 2004; Fierro Bello, 1994a: 150–1 y 154;
Woods, 1999: 3–10; Mauder, 2021: I 862–904; Al-Azmeh,
1997; François Clément,
1997: 21–66; Peláez Martín, 2018: 109–119; Siddiqui,
2019; Moin, 2015: 467–496.
8 Véase Makdisi, 1982: 117–26;
Manzano Moreno, 2015: 128–31; Manzano Moreno, 2023: 26; Marsham,
Hanne y Van Steenbergen, 2023: 343.
9 Traducción
de Lambton, 1981: 110–1.
10 Bennison,
2016: 48–9.
11 Tixier
Du Mesnil, 2022: 163–73.
12 Sicilia queda al margen dado que las fuentes son poco prolijas a la hora de
detallar cómo legitimaron su poder los diferentes comandantes que asumieron el
control de las diferentes regiones en que se fragmentó la isla.
13 Karateke,
2005: 13–52; Ortega Ortega, 2018: 450–1.
14 Sobre
este tema véase Wasserstein, 1993; Clément, 1997;
Peláez Martín, 2018; Peláez Martín, 2020.
15 Maʿrūf y ʿAwwād, 2008: 47–9; Fagnan, 1989: 436, al-Qāḍī y
Daqāqa, 1987: VIII 106–7; Šaḥāda y Zakkār, 2000: IV 196;
Gaspar Remiro, 1917: I 84–5 (AR),
Gaspar Remiro, 1917: I 81–3 (ESP).
16 Scales,
1994; Fierro Bello, 1996: 147–8.
17 Ariza Armada, 2010: I 252. P. Guichard considera que los notables cordobeses no pudieron
“suprimir el califato”, ya que eso no estaba en su mano, no estaban legitimados
para ello, simplemente decidieron no reconocer a ningún califa (Guichard, 2015: 142–3). D.
J. Wasserstein dice: «That
an Islamic institution, one born, according to the theorists, of divine
authority, might simply be abolished as a political action by the city fathers
of Cordoba is startling in the extreme; it is, prima facie, a most
unlikely sort of action, and, as the evidence, I believe, shows, it did not
happen» (Wasserstein,
1993: 148).
18 Rosado Llamas,
2008; Ariza Armada, 2015; Ariza Armada, 2018: 169-200; Acién
Almansa, 1998a.
19 Rosado Llamas, 2008: 101. Sin
embargo, hay dudas sobre su impecable genealogía y su descendencia de ‘Alī. Algunos investigadores arrojan ciertas sospechas sobre
el hecho de que Idrīs II fuera hijo de Idrīs I, véase Benchekroun, 2014:
7–27.
20 Ariza Armada, 2014:
115; Ariza Armada, 2018: 169-200; López Martínez de Marigorta,
2015: 75; Íñiguez Sánchez, 2018: 321–85.
21 Fierro Bello, 1994c: 435. Acuñar monedas
a nombre de un califa como señal de que se gobernaba, en teoría, bajo su mando
fue algo que también se puso en práctica en Sicilia por parte de los caudillos
locales surgidos tras el ocaso de los Kalbíes
(444/1052–3). Ibn al-Ṯumna (m.
454/1062), por ejemplo, aunque adoptó el título califal de al-qādir bi-llāh e hizo que su
nombre fuera mencionado en el sermón del viernes, acuñó monedas reconociendo al
califa fāṭimí
al-Mus- tanṣir (r.
427–87/1036–94) (Gil, 2004: 570. Sobre la Sicilia islámica
véase Amari, 1858; Metcalfe, 2009; Chiarelli, 2011).
22 Guichard y
Soravia, 2005: 71; Gaspar Remiro, 1917: I 92–3 (AR),
Gaspar Remiro, 1917: I 90–1 (ESP); Lévi-Provençal,
1930: 190 y 197, Maíllo
Salgado, 1993: 162 y 167; Dozy, 1982: 30–1.
23 Lévi-Provençal, 1956: 154–5, Bosch Vilá y Hoenerbach,
1983–6: 30.
24 Lévi-Provençal, 1930: 315, Maíllo Salgado, 1993: 73.
25 Para más información sobre el
falso Hišām y su reconocimiento por las diferentes
taifas véase Peláez Martín, 2018: 51–75.
26 Aparece en
inscripciones, papiros, textiles, monedas, etc. Véanse ejemplos en Munt, 2014: 167; Martínez Núñez, 1995: 117–8;
Martínez Núñez, 1999: 87; Calero, 1985: 542; Lavoix, 1896: 43; Nicol, 2006: 29, 71–2, 74–5, 110–2,
116–29, 180–5, 187–90, 229–30, 233, 237–8, 240–2, 327–8, 355, 364–5;
Walker, 2009: 17, 21, 24, 97, 104, 109, 110, 122.
27 Véanse las acuñaciones a nombre del imām ʿabd Allāh en el cuadro elaborado por Ariza
Armada, 2014: 123.
28 Wasserstein, 1993: 110; Codera y
Zaidín, 1878: 27–8; Codera y Zaidín, 1879: 132; Ibrāhīm, 2015.
29 Clément,
1997: 230, n. 1; Clément, 1994: 72–3; Wasserstein, 1993: 111–9; Fierro Bello,
1996: 148–50.
30 Las
estrategias seguidas en el Magreb para resolver la ausencia de la figura
califal parecen haber sido muy similares a las adoptadas en al-Andalus tal y como muestra el trabajo de A. Montel, a quien
agradezco que me haya permitido consultar el documento que compuso para su
intervención en el workshop online The Umayyads from West to East: New Perspectives, 2021: Montel, 2021.
31 Retamero,
2006. Ejemplos pueden verse en Vives y Escudero, 1893: 173, 196–8 y 218.
32 Almagro Gorbea,
Barranco Ribot y Gorbea, 2011: 245–6; Calvo Capilla, 2014: 117–25 y 496–500;
Ortega Ortega, 2018: 450–1.
33 Ramírez del Río, 2001:
109–25; Ramírez del Río, 2002: 193–206; Fierro Bello, 2008: 46.
34 Scales,
1994: 40–2; Fierro Bello, 1996: 141.
35 Clément, 1994: 73;
Clément, 1997: 247–60; Guichard y Soravia,
2005: 120.
36 Albarrán Iruela,
2020: 149–220.
37 Forcada, 2011: 230;
Cruz Hernández, 2011: 38; Ramón Guerrero, 1991: 17; Tixier du Mesnil, 2022. Sobre la realeza sapiencial véase
Rodríguez de la Peña, 2008.
38 Lirola
Delgado, 2011: 92; Lirola Delagado,
2012: 475–89; García Gómez, 1945: 15; Soravia, 1990,
182–3; Terrón Albarrán, 1991, 101; Guichard,
Soravia y Benhima, 2009:
45; Lévi-Provençal, 1930: 236–7, Maíllo Salgado 1993:
197; al-ʿAryān y al-ʿAlamī 1949: 75; Huici Miranda 1955: 69; ʿAbbās, 1968: III 190–1 y 194, García Gómez 1976:
50–1 y 58.
39 Véase
la síntesis de R. Izquierdo Benito y la bibliografía que menciona: Izquierdo
Benito, 2018: 424–426; Ribera, 1896: 45.
40 Forcada, 2011:
225–34; Forcada, 2023: 1–47; ʿAbbās,
1968: III 193; García Gómez, 1976: 55; Cheikho, 1912:
75; Llavero Ruiz, 2000: 156; Lévi-Provençal,
1955: 78; Lévi-Provençal y García Gómez,
2010: 190; Djebbar, 2009: 601–4; Samsó,
2011: 134–6.
41 Ahmed, 2016: 433;
Lomba Fuentes, 2002: 175; Acién Almansa, 1998b: 956; Acién Almansa, 2001: 511. Véase también Tixier du Mesnil, 2022.
42 Viguera Molíns, 1992: 189–201; Viguera Molíns,
1997: 66–72; Codera y Zaidín, 2004; Kassis, 1990:
51–91.
43 Fierro Bello, 2007a: 102-5. En cualquier
caso, si quedaba alguna duda, esta fue despejada cuando la predicación almohade
empezó a crecer y se añadió a la fórmula al-imām ʿabd
Allāh amīr al-muʾminīn de las emisiones monetales el lema al-ʿabbāsī (Kassis, 1997: 308–9).
44 Guichard, 2001a: 342; Albarrán Iruela, 2020: 149–220; Lambton,
1954: 47–55; Bowen y Bosworth, 1995; Safi, 2006; Hallaq, 1984: 26–41; Hillebrand, 1988: 81–94; Hillebrand,
1995: 237–42; Hillebrand, 2007; Jurado, 1998: 173–8; Kassis,
1992: 84–94; Ould y Saison, 1987: 48–79; Bennison,
2016; Peacock, 2015; Viguera Molíns, 1977: 341–74; Lagardère,
1979: 173–90;
Lagardère, 1981: 47–61; Fierro Bello, 2012: 500–31.
45 Guichard, 2001b: 118;
García Fitz, 2002: 79–81; Guichard, 2015: 234.
46 Fierro Bello, 2007a: 100–1; Fierro Bello,
1997: 459–500; Casewit, 2017; Ebstein,
2014. Sobre la quema de las obras de al-Ġazālī y el debate
historiográfico véase Fierro Bello, 1999: 184–197.
47 García Sanjuán,
2018: 315–39; Lagardère, 1983: 157–70; Fierro Bello,
1998: 171; Fierro Bello, 2000a: 254–7; Guichard, 2001b:
121; Ebstein, 2015: 196–232; El Hour,
2006: 365–71.
48 Vives,
1893: 318–9; Delgado y Hernández, 2001: 297; Kassis,
1997: 316–7. Véase también Rodrigues Marinho, 1968:
177–96; Sidarus, 1992: 35–40; Telles Antunes
y Sidarus, 1992: 221–3; Fierro Bello, 2000b: 107–24.
49 Fierro Bello,
2006a: 464–7.
50 Guichard, 2001b: 122 y 125–7; Codera y Zaidín, 2004: 46–7, 55–7 y 81–4. A esta
lista hay que añadir el caso del Kitāb al-Šifāʾ compuesto por el Qāḍī ʿIyāḍ
de Ceuta, donde se defiende que los ulemas son los herederos del
Profeta. Véase Albarrán Iruela, 2015.
51 Maʿrūf,
2011: II 133.
52 Guichard,
2001b: 123–4 y 127; Fierro Bello, 1994b: 95–9 y 106–9; Fierro Bello, 2006a:
466.
53 Guichard, 2001b:
122–4; Fierro Bello, 1994b: 91–3; Vives, 1893: 316–7 y 318; Kassis,
1997: 316.
54 Fierro Bello,
1994b: 106–7 y 108.
55 Véase
sobre esta figura Viguera Molíns: https://dbe.rah.es/biografias/5515/zafadola-sayf-al-dawla (17/06/2024); Minnema, 2019: 1–19; Minnema, 2024; González Artigao,
2022; García Fitz, 2002: 89–98; García Fitz, 2004: 240; Guichard, 2001b:
113–44; Viguera Molíns, 1992: 189–201; Viguera Molíns, 1997: 66–72.
56 Guichard
2001b: 128–9; Vives, 1893: 320–1.
57 Vives, 1893: 323–9;
Delgado y Hernández, 2001: 306–8; Balbale, 2023;
Doménech-Belda y Grañeda Miñón, 2019: 140–6; Martínez Enamorado, 2019: 110–1; Doménech-Belda, 2019:
123–6; http://www.andalustonegawa.50g.com/almoravids/c6.jpg (17/09/2024);
https://ceres.mcu.es/pages/ResultSearch?Museo=MAN&txtSimpleSearch=Ishaq%20ibn%20Ganiya&simpleSearch=0&hipertextSearch=1&search=advanced&MuseumsSearch=MAN%7C&MuseumsRolSearch=9&
(17/09/2024); Kassis,
1990: 90; Baadj, 2015: 66.
58 García Fitz, 2002: 163, nota 7; Guichard, 2015: 267–8; Fierro Bello, 2006a: 461.
59 Huici Miranda,
2000: II 481–521; Maʿrūf y ʿAwwād, 2013:
III 473–4, Huici Miranda, 1953: II 111–3; Boloix Gallardo, 2017: 96–7.
60 Sobre Muḥammad b. al-Aḥmar cuenta Ibn
ʿIḏārī que
“aunque mostraba estar bajo la obediencia de al-Rašīd
y de su gobierno y que era el restaurador del poder almohade (li-l-dawla al-muwaḥḥidiyya)
en al-Andalus. Esto era parte de su capacidad, su
astucia y su inteligencia, pues él (Ibn al-Aḥmar)
era muy listo y astuto. [Por estas razones mencionadas, el califa] al-Rašīd se contentaba con que lo mencionase en la ḫuṭba
y en la invocación” (Maʿrūf y ʿAwwād, 2013: III 490).
61 Huici 2 2000:
528–40.
62 Véase Molina López, 1995: 793–812.
63 Vives,
1893: 364–9; Delgado y Hernández, 2001: 330–1.
64 Molina López, 1980: 192–263; Molina
López, 1981: 157–82; Molina López, 1986: 39–55; Guichard,
2001b: 165–74. La sumisión hacia los ʿAbbāsíes parece haberse mantenido durante el período de la conocida como Wizāra ʿĪṣāmiyya de Orihuela (desde 637/1239 hasta 647–9/1249–50), véase Molina López, 2014.
65 Vives, 1893: 362; Delgado y
Hernández, 2001: 336; Ibrāhīm, 1996: 301; Boloix
Gallardo, 2005: 189; Boloix
Gallardo, 2017: 96–7.
66 Brunschvig,
1940: I 21; Garnier, 2018: 563–96; Garnier, 2022: 149–50.
67 ʿInān,
1973–1977: II 95; ʿAbbās, 1968:
I 447; Ibrāhīm, 1913–1922: V 260; Boloix
Gallardo, 2017: 50-1; Guichard,
2001b: 175–90; Molina López, 1980: 192–263; Molina López, 1981: 157–82; Molina
López, 1986: 39–55. Una moneda, sin fecha, acuñada por el emir hispalense Aḥmad b. Muḥammad
al-Bāǧī al-Muʾtaḍid
bi-llāh (m. 631/1234) reza: wa-Ibn
ʿUmar imāmunā,
es decir “Ibn ʿUmar es nuestro imām”. Probablemente se trata de una referencia a
los Ḥafṣíes que
reivindicaron descender del segundo califa rāšidūn
(Vives, 1893: 361; Delgado y Hernández, 2001: 336–7).
68 Brunschvig,
1940: I 30–2.
69 Maʿrūf y ʿAwwād, 2013:
III 490 y 496, Huici Miranda, 1953: II 143 y 153; Zakkār
y Šaḥāda, 2000–2001: VI 393–7; Cheddadi, 2012: II 470–4; ʿAzzāwī, 2008: 90–8 y 125–8; Hazard, 1952: 161.
70 Lavoix, 1891: 413;
Hazard, 1952: 163; Brunschvig, 1940: I 40–1 y 44–7;
Garnier, 2022: 158–60; Ayalon, 1960: 41–59.
71 Laroui,
1994: 195–7; Manzano Rodríguez, 2007: 11–34.
72 Los títulos tradicionales asociados al gobierno también fueron utilizados. Por ejemplo, Saʿīd b. Ḥakam (m. 680/1231), que estableció una brillante corte literaria en la taifa de Menorca, empleó el título de raʾīs Minurqa (Barceló, 1981: 243; Rubiera Mata, 1984: 115; Molina López, 1982: 5–88; Marín, 2006: 95–113; Montel, 2023: 3).
73 Vanz, 2019: 128–33; Manzano Rodríguez, 2007: 16. El culto a la
familia del Profeta y el šarīfismo
fueron muy relevan- tes como política de legitimación para los Meriníes. Véase Beck, 1989; Cornell,
1998; Cornell, 1999; Cory, 2014; Ferhat, 1993; García-Arenal, 1990,
García-Arenal, 2006.
74 Rubiera
Mata, 2008: 293–305; Boloix Gallardo,
2014: 60–85; Fierro Bello, 2006b: 232–47.
75 Manzano Rodríguez, 2007: 21; Manzano Rodríguez, 2016: 364–74; Vanz, 2019; Dhina, 1984; Dhina, 1985; Hajiat, 2011; Bennison, 2014. Sobre el uso del título califal por Meriníes y zayyāníes véase Van Berchem,
1907: 245–335; Dhina, 1984; Khaneboubi,
1987: 42–3.
81 Holt,
1984: 502; Holt, 1975: 237–49; Hassan, 2016: 66–141; Banister, 2014–5: 219–45;
Banister, 2020: 741–67; Banister,
2016: 98–117;
Banister, 2021a; Banister, 2021b: 89–105.
82 Arnold, 1924: 116–7; Auer, 2012: 119–21; https://www.davidmus.dk/islamic-art/the-indian-sultanates/coin/313?cultu re=en-us (28/09/2024).
83https://www.davidmus.dk/islamic-art/the-indian-sultanates/coin/314?culture=en-us
(28/09/2024).
84 Dewière, 2017.
85 Hassan,
2016: 95–7; Banister, 2014–5: 223.
86 Kastritsis, 2007: 1, n. 1.
87 Hunwick,
2003: 105 y 310; Gomez, 2018: 235.
88 Brack, 2021: 11–53; Brack, 2018: 1143–71; Morgan, 1986; Jackson, 2017.
89
Brack, 2023; Hope, 2016; Melville, 1990: 159–77;
Melville, 1992: 197–214; Aigle, 2006:
5–29; Amitai, 1996b: 1–10; Broadbridge, 2008.
90 Algunos
gobernantes, como fue el caso de Šāhruḫ (r. 807–50/1405–47), plasmaron el título califal en sus
monedas (Binbaş, 2016a: 260).
91 Woods,
1999; Binbaş, 2014: 277–303; Binbaş,
2016a: 251–86; Markiewicz, 2019.
92 Banister,
2014–5: 224; Hassan, 2016: 122.
93 El-Merheb, 2022: 65–70.
94 Bennison,
2014: 3.
95 Hussain, 2018: 880.
96 Guichard y
Soravia, 2005: 73.
97 Auer, 2012: 118.
98 Manzano Moreno,
2010: 286.
99 Fierro Bello, 1994b:
105, n. 129.
100 Lavoix,
1891: 440–65.
101 Guichard y
Soravia, 2005: 120; Clément, 1997.
102 Fierro Bello,
2006a: 464–7; Fierro Bello, 2007b: 55.
103 Los
ulemas muestran, de manera muy clara, esa conexión. Al fin y al cabo, son los
sabios especializados en el saber religioso, los que gestionan la palabra de
Dios e interpretan las fuentes de la Revelación Divina. Véase Chamberlain,
1994.
104 Binbaş, 2014: 277–303; Binbaş, 2016a:
272–4. Véase también Melvin-Koushki, 2024: 596–630 y, en
general, Fierro Bello, Brentjes y Seidensticker,
2024.
105 Ramírez del Río,
2002.
106 Ortega Ortega, 2018: 450–1.
107 Fierro Bello, 2011:
142.
108 Fierro Bello,
1994c: 399; Kennedy, 2016: 217; Mouline, 2016: 162.
109 Fierro Bello, 1987: 167–8; Fierro Bello,
1994c: 444; Fierro Bello, 1992: 125. Los Almohades reivindicaron una genealogía
árabe, los Meriníes buscaron vincularse con los šurafāʾ y Saʿdíes y ʿAlawíes hicieron del jerifismo el principal factor de legitimidad a la hora de
ejercer el poder (Fierro Bello, 2003: 77–107; Bennison,
2014: 20; Cory, 2008: 377–94; Cory: 2013; Cory, 2014: 107–24; García-Arenal,
1990: 233–56; García-Arenal, 2006; Mouline, 2009).
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Fecha de recepción: 31 de octubre de 2024 Fecha de
admisión: 03 de diciembre de 2024