ARTICLES | ARTÍCULOS
Índice Histórico Español, núm. 137 (2024), ISSN:
0537-3522, e-ISSN: 2339-6989, (p.18-44) 18
©Sebastián Carassai,
Kevin Coleman, 2024-CC-BY-ND
REVISTA DE HISTORIA DE ESPAÑA | SPANISH HISTORY MAGAZINE DOI:
10.1344/IHE2024.137.2
Sebastián Carassai
CONICET/ Centro de Historia
Intelectual-Universidad de Quilmes
ORCID ID.:
https://orcid.org/0000-0003-0078-264x
Kevin Coleman
Departamento de Historia- Universidad de
Toronto
ORCID ID.:
https://orcid.org/0000-0001-6457-3551
Resumen
La última ola de
golpes de estado en América Latina ha moldeado la realidad actual en la región.
Resultado de una extensa investigación colectiva sobre este fenómeno durante la
tardía guerra fría, este artículo tiene un propósito doble, uno historiográfico
y otro metodológico. El primero consiste en una reevaluación de los distintos
factores que incidieron en el ascenso al poder de los militares en nueve países
entre 1964 y 1982. El segundo propósito radica en mostrar la productividad de
formular un mismo conjunto de preguntas para todo el subcontinente, de modo que
en las respuestas se adviertan tanto las similitudes como las diferencias de
cada proceso nacional.
Palabras clave: Golpes de estado, América Latina, Guerra
fría, Dictaduras militares, Violencia política, Terrorismo de estado.
Resum
L'última onada de cops d'estat a l›Amèrica Llatina ha modelat la realitat actual a la regió. Resultat d'una extensa investigació col·lectiva sobre aquest fenomen durant la tardana guerra
freda, aquest article té un
propòsit doble, un de historiogràfic
i un altre de metodològic.
El primer consisteix en una reavaluació
dels diferents factors que van incidir en l'ascens
al poder dels militars a nou països entre 1964 i 1982. El segon propòsit és mostrar la productivitat de formular un mateix
conjunt de pre- guntes per
a tot el subcontinent, de
manera que en les respostes s'adverteixin
tant les similituds com les diferències de cada procés nacional.
Paraules clau: Cops d'estat,
Llatinoamèrica, Guerra freda, Dictadures
militars, Violència
política, Terrorisme d'estat.
Summary
The latest wave of coups d’état in
Latin America has shaped the current reality in the region. Resulting from
extensive collective research on the historical roots of this phenomenon during
the late Cold War, this article has a dual purpose, one his- toriographic and the other methodological. The first
involves a reevaluation of the various factors that influenced the rise to
power of the military in nine countries be- tween 1964 and 1982. The second
purpose is to demonstrate the productivity of for- mulating
the same set of questions for the entire subcontinent, so that the answers
reveal both the similarities and differences of each national process.
Keywords: Coups d’état, Latin
America, Cold War, Military Dictatorships, Political Violence, State Terrorism.
Sebastián Carassai es Ph.D. en
Historia (Indiana University), profesor regular de
Introducción al Conocimiento de la Sociedad y el Estado (Universidad de Bue-
nos Aires), profesor de la Maestría en Historia Intelectual (Universidad
Nacional de Quilmes) e investigador del CONICET. Ha sido fellow
del National Humani- ties Center y del David Rockefeller Center for Latin American Studies (Harvard University) y
profesor visitante en las universidades Hebrea de
Jerusalén y Duke, entre otras. Es autor de los libros The
Argentine Silent Majority. Middle Classes, Politics, Violence and Memory in the Seventies
(2014); una versión de ese libro en español, Los años setenta de la
gente común. La naturalización de la violencia (2013); Lo que no sabemos
de Malvinas. Las islas, su gente y nosotros antes de la guerra (2022); y coeditor de Coups d’État in Cold War Latin America,
1964-1982 (2024). En 2016 recibió el Premio Konex en Humanidades.
Kevin Coleman es profesor asociado de Historia en la
Universidad de Toronto. Es autor de A Camera in the
Garden of Eden (2016) y
coeditor de Capitalism and the
Camera (2021) (edición en chino: 資本主義與相機-論攝影及榨取 [2024]) y Coups d’État in Cold War Latin America,
1964-1982 (2024). Sus investigaciones han sido financiadas por la Fundación
Andrew W. Mellon y el Consejo de Inves- tigación de Ciencias Sociales y Humanidades de Canadá
(SSHRC). Coleman es director y guionista de Foto robada, un documental que
enlaza la violencia física y la violencia archivística, el asesinato de
trabajadores bananeros en la huelga de 1928 y el olvido histórico que permite
seguir produciendo bananos a precio barato. Foto robada fue coproducida por
Señal Colombia/RTVC y apoyada por la National Film Board de Canadá.
¶
La última ola de golpes de
estado en América Latina ha moldeado la realidad actual de casi todos los
países de la región. Es un hecho largamente aceptado entre los especialistas
que el difícil presente del subcontinente, cuyas naciones gozan hoy de
instituciones más sólidas que en el pasado, no puede comprenderse cabalmente
sin tener en cuenta los procesos de transición a la democracia que entre los
años ochenta y primeros noventa tuvieron lugar desde la Argentina hasta
Centroamérica. Ese consenso se basa en que las nuevas democracias debieron
comenzar a andar su camino cargando en sus hombros pesadas herencias, muchas de
las cuales eran consecuencia de las políticas implementadas por los regímenes
militares que las precedieron.
Este artículo tiene un propósito doble, uno
historiográfico y otro metodológico. El primero consiste en una reevaluación de
los distintos factores que incidieron en el ascenso al poder de los militares
en nueve casos nacionales en América Latina durante la tardía guerra fría
(1964-1982). El propósito metodológico radica en mostrar la productividad de
formular un mismo conjunto de preguntas para todo el subcontinente, de modo tal
de sopesar, en las respuestas, tanto las similitudes como las diferencias de
cada proceso nacional. Al ser nuestro tema uno de carácter regional, que abarca
una multiplicidad de naciones, hemos optado por desarrollar una narrativa que
solo ocasionalmente remite a fuentes primarias, basada tanto en nuestras
propias investigaciones como en obras bibliográficas de referencia que
consideramos clave.
Antes de presentar las preguntas que juzgamos
relevantes para comprender desde una perspectiva comparada la última
ola de ascenso de regímenes militares al poder en América Latina,
conviene precisar qué entendemos por “golpe de estado” y reconstruir las
dimensiones más importantes del contexto en que aquella ola tuvo lugar. Un
golpe de estado consiste en el reemplazo inconstitucional del poder ejecutivo
en funciones por parte de oficiales militares o de civiles respaldados
principalmente por las Fuerzas Armadas, y a menudo está acompañado por la
suspensión de garantías y libertades consagradas en la Constitución, así como
por la supresión del parlamento. Aunque la historia de ese tipo de interrupción
de la legalidad política en el subcontinente se remonta al siglo XIX, los
regímenes militares de la tardía guerra fría se distinguieron por tres
factores: la incidencia de la disputa entre los epicentros del poder global de
entonces, los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.);
los ambiciosos objetivos de los líderes golpistas en la reestructuración de sus
sociedades, que, con excepciones, fomentó economías más concentradas y menos
igualitarias que las que vinieron a reemplazar; y finalmente, en muchos casos,
la implementación de prácticas de terrorismo de estado de una intensidad
inédita en la historia regional del siglo XX. Las principales líneas de batalla
de la Guerra Fría, sin embargo, no pueden entenderse sin situarlas en el
contexto de una lucha de más largo plazo por la igualdad económica y el
reconocimiento político en América Latina.
Las economías de América Latina en la tormenta del mundo
Entre 1880 y la crisis económica de 1929, América Latina
se benefició de nuevos desarrollos en tecnologías de transporte y comunicación,
conectando la producción agrícola y minera de la región con los mercados
extranjeros, y dando lugar a un auge de exportaciones sin precedentes. El
capital fluía desde países más desarrollados a través de las ciudades
portuarias de América Latina y se beneficiaba de los recién construidos
ferrocarriles, que ahora conectaban la producción primaria generada en zonas
rurales con las metrópolis internacionales.
A medida que el norte global experimentaba una
segunda ola de industrialización, sus bancos con frecuencia gozaron de un
exceso de capital para invertir de manera rentable en países dispuestos a pagar
considerables tasas de interés. Las limitaciones geográficas y de recursos
generalmente llevaron a cada país a concentrarse en algunas actividades. Los
ingresos por la exportación de café, carne, plátanos, azúcar, trigo, fibras,
cobre, nitratos, hierro y plata circularon a través de la Ciudad de México,
Tegucigalpa, Santiago y Bue- nos Aires. Inmigrantes del sur y este de Europa
buscaron en Argentina, Uruguay y Brasil mejores condiciones de vida de las que
tenían en sus países de origen. Los inmigrantes de Medio Oriente, por su parte,
con el tiempo se convirtieron en prósperos comerciantes y luego en importantes
industriales en Honduras, México, Brasil y Perú. En toda la región, las clases
medias urbanas se expandieron y los campesinos fueron expulsados de sus tierras
comunales y proletarizados en plantaciones agroexportadoras, o buscaron trabajo
en centros urbanos en rápido crecimiento. Durante este período, en varios
países del subcontinente las Fuerzas Armadas fueron un actor político, a menudo
aliado a sectores civiles.
La crisis financiera de 1929 provocó un cambio en el
sistema de acumulación predominante hasta entonces en América Latina. El patrón
de crecimiento basado en la exportación de recursos naturales y la importación
de productos terminados abrió camino en muchos países a lo que más tarde se
conocería como industrialización por sustitución de importaciones (ISI). Esta
nueva economía incrementó las filas de las clases medias y trabajadoras que
buscaban mejorar sus condiciones de vida y crecientemente participar en asuntos
políticos, en un contexto fuertemente influido por discursos nacionalistas.
Algunos grupos campesinos, muchos de comunidades indígenas que estaban siendo
desposeídas por las extensiones de tierras de ranchos ladinos, granjas y
plantaciones de propiedad extranjera, lucharon por recuperar sus tierras
ancestrales. La lucha por la participación política de sectores excluidos de
ella a menudo encontró a trabajadores y campesinos unidos a estudiantes y
comerciantes reformistas. Las clases dominantes tradicionales, cuyo poder
provenía de la propiedad de grandes extensiones de tierras, contraatacaron. El
crecimiento económico continuó, aunque de manera desigual. A menudo a expensas
de los sectores exportadores, las industrias locales florecieron, impulsadas
por un estado que intervenía en la economía a través, por ejemplo, de aranceles
más altos, barreras no arancelarias, crédito barato y múltiples tipos de
cambio. Durante la Segunda Guerra Mundial, la manufactura latinoamericana
experimentó un tremendo crecimiento, ya que Estados Unidos y Europa redujeron
sus exportaciones de productos acabados y la industria local tendió a
expandirse para satisfacer la demanda interna.1 La nueva era económica, sin
embargo, continuó en muchos países acompañada de la antigua inestabilidad
política, a menudo manifestada en golpes de estado liderados por las fuerzas
armadas (como, por ejemplo, Brasil 1930; Argentina 1930, 1943; Bolivia 1936,
1943; Guatemala 1930, 1944;
Perú 1930; Chile 1932; El Salvador 1931, 1944).2
El ISI alcanzó su apogeo en la década de 1950. Las
industrias nacionales que se desarrollaron bajo este modelo rara vez lograron
la escala o calidad necesaria para competir en los mercados internacionales. La
dependencia de algunas exportaciones clave, además, dejó a la región vulnerable
a los cambios en el sistema de precios internacional y a las fluctuaciones
monetarias. El ISI provocó dos tipos de reacciones. Los nacionalistas abogaban
por políticas de “populismo macroeconómico”, que incluían la propiedad estatal
de las industrias y los controles de precios. Por el contrario, los liberales,
partidarios del libre mercado, propulsaban una reducción dramática de la
intervención estatal en la economía y el comercio abierto. Tampoco este período
estuvo exento de golpes militares. En muchos países de la región, las Fuerzas
Armadas continuaron siendo un actor político relevante, ya sea como árbitro entre diferentes sectores de la sociedad civil o como
un partido político de facto con capacidad de imponer, mediante las armas, un
proyecto económico-político (la década de 1950 vio golpes de estado en Bolivia
en 1951; Brasil en 1955; Argentina en 1955; Guatemala en 1954; Honduras en
1956).
Tanto en lo que comenzaba a llamarse “primer
mundo” como en el bloque socialista, la década de 1960 se caracterizó por un
vigoroso crecimiento económico. Amenazados por la competencia que
potencialmente podía ofrecer una economía planificada, cuyo modelo máximo era
la U.R.S.S., los capitalistas buscaron expandir su poder. Fue en estos años que
los marcos nacionales comenzaron a ser concebidos por los Estados Unidos y las
potencias europeas como frenos al desarrollo capitalista.3 En América Latina, esta concepción se
manifestó en la creación, en 1960, de la Asociación Latinoamericana de Libre
Comercio y el Mercado Común Centroamericano. Sin embargo, pronto quedó claro
que estos mercados económicos regionales podían ser influenciados por empresas
multinacionales. Esta era del predominio del capital transnacional también
estuvo marcada por interrupciones militares del orden constitucional (Argentina
1962, 1966; Bolivia 1964, 1969; El Salvador 1960, 1961; Honduras 1963; Perú
1962, 1968; Brasil 1964).
A partir de mediados de la década de 1960, los
golpes de Estado en América Latina comenzaron a tener objetivos más ambiciosos
que en el pasado. Esto se debió tanto al recalentamiento de la guerra fría en
la región, resultado del triunfo de la Revolución Cubana en 1959, como a un
cambio en la autopercepción de las Fuerzas Armadas acerca de su papel en la
sociedad. En lo que respecta a la economía, en estos años muchos líderes
militares llegaron a estar convencidos de que sus instituciones tenían hombres
mejor calificados que la población civil para promover el desarrollo económico
y social, cuyo éxito, creían, sería un buen antídoto
contra la seducción que el comunismo podría ejercer.4
Un intento exitoso de alterar el orden capitalista
tendría paradójicamente un impacto inesperado en América Latina y mostraría
hasta qué punto la idea del “Tercer Mundo” abarcaba diferentes situaciones
nacionales. Ese intento surgió cuando la Organización de Países Exportadores de
Petróleo (OPEP), creada en 1960, tomó la decisión de restringir las entregas de
petróleo y multiplicar varias veces el precio del crudo a fines de 1973, en
represalia contra los países occidentales que apoyaron a Israel en la Cuarta
Guerra árabe-israelí o Guerra del Yom Kippur.5 Dos consecuencias se derivaron de ello en
América Latina. Debido a la desaceleración global del crecimiento económico que
siguió, la primera fue la caída en la demanda de alimentos y materias primas,
sus principales exportaciones. Esto aceleró un proceso inflacionario en muchos
países que, en el caso de Argentina, llevó en 1975 a la primera experiencia
hiperinflacionaria en la historia del país. La segunda consecuencia fue aún más
profunda. Debido a la rápida conversión de un grupo de países del llamado
Tercer Mundo en naciones “supermillonarias a escala mundial”, una excepcional
sobreabundancia de capital a tasas de interés accesibles maridó fácilmente con
la necesidad de atraer inversiones al subcontinente.6 La ambición de
muchos jefes militares de reestructurar radicalmente sus sociedades se
intensificó con este acceso rápido y sin trabas a los
mercados de capitales, lo que permitió a sus regímenes emprender guerras
totales contra todo lo que consideraban una amenaza a la civilización
occidental y cristiana y al orden capitalista. La teoría de la
contrainsurgencia, ahora considerada sagrada entre los oficiales, aconsejaba la
prudente aplicación de la política del palo y la zanahoria. En algunos casos,
como en El Salvador, las desapariciones forzadas se combinaron así con un plan
de reforma agraria. En resumen, aunque sus objetivos finales fueran similares,
los golpes militares de la década de 1970 siguieron dos caminos, el represivo y
el reformista, o en alguna ocasión, una combinación de ambos (con golpes en
Bolivia 1978, 1979; Argentina 1976; Honduras 1972; El Salvador 1979; Chile
1973; Uruguay 1973).
El auge financiero de mediados de la década de
1970, sin embargo, fue efímero. El endeudamiento de muchos países en esos años
desencadenó sucesivas crisis de deuda en los años ochenta. El endeudamiento
público inasequible, y en muchos casos también privado, de varios países
latinoamericanos condicionó la construcción de las nuevas democracias en el
Cono Sur. Mientras tanto, la zona caliente de la guerra fría se desplazó hacia
América Central, donde Nicaragua, Guatemala y El Salvador fueron sacudidos por
intentos revolucionarios y contrarrevolucionarios de transformar economías y sociedades,
en su mayoría de carácter predominantemente agrario. El fin de la guerra fría
debilitó la industrialización por sustitución de importaciones y dio paso a un
nuevo modelo económico basado en las políticas promercado de lo que se
conocería como el Consenso de Washington, caracterizado por la desregulación
del mercado laboral (y, en América Central, la creación de zonas de “libre
comercio” al margen de leyes nacionales) y la privatización de activos
públicos, incluyendo el sector de servicios, para hacer frente a la creciente
crisis de deuda. Los golpes de estado de la década de 1980 fueron los últimos de la guerra fría en América Latina (Bolivia 1980;
Guatemala 1982).
América Latina en la Guerra Fría
A partir de 1944, varios países de América Latina
emprendieron caminos conducentes hacia una mayor participación política de sus
poblaciones. Desde Honduras hasta Brasil, se permitió la organización de
sindicatos y se amplió el sufragio. Mientras tanto, recién salidos de la
victoria sobre el fascismo en Europa y decididos a defender su hemisferio de la
propagación del comunismo, Estados Unidos buscaba consolidar su dominio sobre
los mercados y comenzó a negociar acuerdos militares bilaterales con gobiernos
de toda la región.7
Guatemala, en particular, fue un punto crítico de
las tensiones de la guerra fría. Allí tuvo lugar el primer golpe militar
orquestado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en el subcontinente.
Históricamente, el país había sido un estado títere de los Estados Unidos, con la
poderosa United Fruit
Company dominando su economía. Ello no bastó para que, a mediados de la década
de 1950, en buena medida gracias a la paranoia que la guerra fría alentaba,
Guatemala se convirtiera en un foco de preocupación para Estados Unidos. Aunque
menos intensamente que luego de la Revolución Cubana, en 1959, el golpe en
Guatemala demostró cómo las opiniones de los Estados Unidos podían ser
moldeadas por los temores de la guerra fría en todo el mundo y, en particular,
al sur de Norteamérica.
A principios de la década de 1950 en Guatemala, ni
los civiles ni los militares estaban inclinados a derrocar al gobierno
democrático de Jacobo Árbenz. Si bien la United Fruit Company influía las
percepciones de los hacedores de política internacional de los Estados Unidos,
la administración Eisenhower tenía su propio canal de información en el terreno
y devino crecientemente alarmada por la eventual influencia de los comunistas
locales. Los Estados Unidos, además, debían enfrentar la eficacia de Árbenz. Porque aunque ya su
predecesor, Juan José Arévalo, tuviera fuertes principios socialdemócratas, fue
Árbenz quien los llevó a la práctica. Especialmente,
con la eficiente implementación de un programa de reforma agraria, el más
amplio hasta entonces en Centroamérica, que gozó de apoyo en los comunistas del
Partido General de Trabajadores y no encontró resistencia en el ejército,
entonces bajo el mando civil. Independientemente de las inclinaciones políticas
de Árbenz, el ejército guatemalteco no era
decididamente comunista, y los Estados Unidos lo sabían. Más bien,
era de corte nacionalista y leal a Árbenz.
Fue entonces una mezcla de arrogancia imperial,
intereses económicos y preocupaciones en torno a la seguridad en su propio
continente lo que llevó a los Estados Unidos a concluir que el ejemplo de
reformismo democrático que simbolizaba Guatemala, implementado por un gobierno
con simpatías comunistas, era intolerable y debía ser derrocado antes de que El
Salvador, Honduras o Nicaragua pretendieran seguir esa misma senda.8 Aunque la operación de la CIA para
derrocar a Árbenz no logró penetrar en las Fuerzas
Armadas guatemaltecas, sí tuvo éxito en convencer al
ejército de que si la fuerza rebelde liderada por el Teniente Coronel Carlos
Castillo Armas fallaba, entonces los Estados Unidos intervendrían militarmente.
El temor a la intervención estadounidense, al final, llevó a las Fuerzas
Armadas a traicionar a su presidente, evitándose así a sí mismas y a su país
una humillación que consideraban mayor, es decir, la intervención de una
potencia extranjera. El golpe militar de 1954, así, marcó el comienzo de una
guerra civil que cobró la vida de doscientos mil guatemaltecos, decenas de
miles de los cuales eran indígenas mayas. Ernesto “Che” Guevara, un joven
estudiante de medicina argentino, presenció el golpe respaldado por Estados
Unidos y luego juró que Cuba no sería otra Guatemala.
El golpe de 1954 contra Árbenz
marca el fin del período de no intervención de los Estados Unidos en la
región y el comienzo de uno nuevo que será profundizado luego de la Revolución
Cubana. Montado sobre una enorme ola de descontento popular en Cuba, Fidel
Castro lideró a un pequeño grupo de jóvenes guerrilleros que incluía a Guevara
en la lucha contra el dictador Fulgencio Batista (1940-1944; 1952-1959). El 1
de enero de 1959, los insurgentes marcharon por las calles de La Habana, donde
fueron recibidos por multitudes emocionadas y esperanzadas. En 1961, cuando el
gobierno de Castro comenzó
a nacionalizar diversas industrias, afectando directamente a
varias compañías estadounidenses, los Estados Unidos suspendieron relaciones
diplomáticas con Cuba y comenzaron una política de extrema coerción económica
para derrocar a Castro. Mientras Estados Unidos se negaba a comprar azúcar
cubano, la Unión Soviética anunció que compraría 700,000 toneladas, la cantidad
total que los Estados Unidos habían cortado. Un año después, la Revolución
Cubana adoptó la doctrina marxista-leninista, inaugurando una nueva fase en la
guerra fría en América Latina. Ese mismo año, los Estados Unidos y la Unión
Soviética estuvieron al borde de la guerra nuclear por la así conocida “crisis
de los misiles”. En un tenso enfrentamiento que duró casi dos semanas, las dos
superpotencias negociaron la retirada de las cabezas nucleares que los Estados
Unidos tenían en Turquía y la U.R.S.S. en Cuba. Los Estados Unidos acordaron
entonces “respetar la inviolabilidad de las fronteras cubanas, su soberanía”,
asumiendo el compromiso de “no interferir en los asuntos internos”.9
El impacto de la Revolución Cubana en América
Latina fue tan significativo que colegas como Hal Brands consideran que allí comenzó la
guerra fría propiamente dicha en el subcontinente.10 Independientemente de los regímenes
políticos en los que las sociedades latinoamericanas se organizaran, para los
Estados Unidos resultaba indispensable que sus modelos socioeconómicos no
adquirieran un carácter comunista. Desde ambos extremos del espectro político,
los conflictos internos de las sociedades latinoamericanas comenzaron a ser
vistos a través del prisma de la confrontación global bipolar. En el ámbito de la izquierda, la influencia de la Revolución Cubana
fue “devastadora”, como expresó más tarde un protagonista argentino de la
“Nueva Izquierda”, que había dejado de buscar un modelo en la U.R.S.S. para
encontrarlo en el caribe.11 En el de la derecha, el régimen de Castro sirvió
como un imán para las fuerzas conservadoras en todo el hemisferio,
fortaleciendo el liderazgo político de las Fuerzas Armadas y asustando a los
sectores conservadores y a las élites económicas. La
Revolución Cubana hizo, así, lo que Árbenz en Guatemala
nunca había intentado hacer: latinoamericanizar la
guerra fría.12 Los Estados Unidos pronto dirigieron su atención hacia la región con una
intensidad sin precedentes, mientras que Cuba intentaba exportar la revolución
por todo el subcontinente, profundizando las divisiones ya existentes dentro de
las diversas sociedades latinoamericanas.
Hacia marzo de 1961, al presentar una
nueva política en respuesta a la Revolución Cubana, el presidente de los
Estados Unidos John F. Kennedy resumió la situación en el hemisferio diciendo
que “aquellos que hac[ían] imposible la revolución pacífica har[ían]
inevitable la revolución violenta”. Esa nueva política hacia América Latina se
tituló “Alianza para el Progreso” (APP). Destinada a durar diez años, la APP
consistía en la provisión de asistencia económica,
política y social de los Estados Unidos al subcontinente latinoamericano. A
través de agencias financieras multilaterales, como el Banco Interamericano de
Desarrollo y otras agencias de ayuda con sede en los Estados Unidos, el
programa proyectó una inversión de 20 millones de dólares. Todos los países
miembros de la Organización de los Estados Americanos aprobaron el texto
oficial de la APP en la conferencia de Punta del Este, en agosto de 1961.
Mientras que los Estados Unidos había visto en el programa de reforma agraria
de Árbenz los signos reveladores de las maquinaciones
comunistas de la Unión Soviética, ahora Estados Unidos respaldaba
explícitamente las reformas económicas (incluida la reforma agraria) como el
mejor medio para evitar la propagación del comunismo.
Aunque la APP buscaba fomentar los gobiernos
democráticos en la región, la prioridad recaló en el desarrollo económico, un
hecho que desplazó a la democracia al estatus de preocupación secundaria. Esta
devaluación de la democracia se acentuó aún más con la profesionalización de
las Fuerzas Armadas latinoamericanas, impulsada por los Estados Unidos, que
transformó el modo en que los militares concebían su rol al interior de sus
respectivas sociedades. Así, a lo largo de la década de 1960, en muchos países
latinoamericanos los militares dejaron de verse a sí mismos como vehículos de
grupos políticos incapaces de llegar al poder a través de medios democráticos,
en sociedades que por esa misma razón han sido descritas como “pretorianas”, y
comenzaron a percibirse por encima de las diversas facciones políticas.13 Compartiendo con el Departamento de estado
de los Estados Unidos el diagnóstico de que la guerra fría podría
intensificarse en la región como consecuencia de la Revolución Cubana, el papel
de las Fuerzas Armadas pasó a ser el de resguardar a sus naciones de cualquier
amenaza que pudiera torcer el rumbo de sus países hacia el seguido por Cuba.
Así, el escenario del conflicto de las Fuerzas Armadas en el subcontinente
cambió sustancialmente: de prepararse para una eventual guerra entre países
vecinos por disputas territoriales, los ejércitos de la región comenzaron a
enfocarse en una guerra no convencional dentro de sus fronteras por razones
ideológicas. Las consecuencias de esta profesionalización militar incluyeron
otros fenómenos de importancia, como el fomento de la cohesión institucional
interna en las Fuerzas Armadas, la inversión en capacitación y tecnología de
sus hombres, la firma de acuerdos militares bilaterales con los Estados Unidos
y un involucramiento de los mandos militares en la “comprensión de los
problemas sociales” de las sociedades contemporáneas. El autoritarismo sumó, a
partir de entonces, un nuevo tipo de justificación, asociada a la búsqueda del
desarrollo y la idea de que el ejército debía estar a la vanguardia del
progreso social y económico. Los golpes de estado en Bolivia (1964), Brasil
(1964) y Argentina (1966) son ejemplos emblemáticos de la combinación de
modernización económica y autoritarismo militar. El control militar de los
estados latinoamericanos transformó las nociones de seguridad nacional, que se
entendían como la protección de los ciudadanos de una nación, para descansar en
el logro de una seguridad más fundamental, la del Estado, que solo los
militares podían proteger. Esta concepción,
que
llegó a conocerse como “Doctrina de Seguridad Nacional”, reemplazó la figura
del enemigo externo (la suposición dominante de las Fuerzas Armadas hasta
entonces) con la del enemigo interno. Esta doctrina, que asumía que a nivel
global correspondía a Estados Unidos luchar contra la Unión Soviética,
consideraba que era menester de los estados nacionales latinoamericanos
enfrentar a los agentes locales del comunismo. Los oficiales militares
aplicaron esta noción del enemigo interno no solo a las organizaciones
guerrilleras, marxistas o no, sino también a individuos o grupos que
consideraban aliados reales o potenciales del comunismo soviético o cubano. La
consolidación y difusión de esta doctrina fue promovida por la instrucción
ideológica y militar recibida por miles de oficiales militares en la Escuela de
las Américas. Establecida en 1946, la Escuela de las Américas, operada por el
ejército de Estados Unidos, en 1984 se trasladó del canal de Panamá a Fort Benning, Georgia, en los Estados Unidos. La escuela fue
creada para capacitar al personal militar de América Latina y a partir de los
sesenta se centró en instruir sobre contra insurgencia y combates que caían
bajo el paraguas de operaciones conjuntas, especiales y civil-militar.14 Con el paso de los años, la escuela fue
objeto de un escrutinio público creciente, ya que muchos de sus antiguos
graduados se convirtieron en conspicuos violadores de los derechos humanos. Por
ejemplo, la mayoría de los oficiales militares involucrados en el derrocamiento
del presidente chileno Salvador Allende en 1973 habían sido entrenados por el
ejército de Estados Unidos.
La escuela fomentó la cooperación entre los
ejércitos de la región, y sus graduados llevaron a cabo importantes actos de
terrorismo internacional. El Informe de la Comisión de la Verdad de las
Naciones Unidas sobre El Salvador encontró que 48 de los 69 miembros del
ejército salvadoreño indagados por violaciones a los derechos humanos eran ex
alumnos de la escuela.15 Los activistas por la paz comenzaron a referirse a la Escuela de las
Américas como la “Escuela para Dictadores”. Varios de sus egresados llegaron a
convertirse en gobernantes militares: el General Manuel Noriega y el General
Omar Torrijos de Panamá; el General de División Guillermo Rodríguez de Ecuador
y el General de División peruano Juan Velasco Alvarado; y otros seis, dos de
Argentina, dos de Bolivia y dos de Honduras. A través de la Escuela de las
Américas, Estados Unidos influyó en el aparato represivo de los estados
latinoamericanos, permitiendo el uso de fuerzas para reprimir a grupos sociales
y políticos que pudieran afectar los intereses estadounidenses.16 Sin embargo, en algunos casos, como en
Argentina, la Escuela de las Américas proporcionó principalmente apoyo
ideológico, en lugar de táctico. Las prácticas “antisubversivas” implementadas
en Argentina fueron aprendidas de manuales franceses de contrainsurgencia
desarrollados en la lucha contra la independencia de Argelia.17
Algunos de los regímenes militares de finales de
la guerra fría coordinaron la persecución y eliminación de aquellos que
consideraban sus enemigos internos. Esta coordinación recibió el nombre de
“Plan Cóndor”, voluntaria o involuntaria metáfora de la voracidad anticomunista
que sobrevolaba el subcontinente y capturaba sus presas sin importar fronteras
nacionales. El plan fue creado en noviembre de 1975 en Chile, en una reunión de
seguridad presidida por el jefe de la Policía Secreta, Manuel Contreras, con la
participación de militares de Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil y Argentina.
Este sistema combinado de persecución y represión permitió a las agencias de
seguridad locales moverse entre los países participantes y aseguró la impunidad
de los crímenes cometidos en este marco de cooperación militar internacional.
Una de las víctimas destacadas del plan fue Orlando Letelier, exministro del
presidente Salvador Allende, asesinado en Washington en 1976. Aunque el papel
del gobierno de los Estados Unidos en el Plan Cóndor no ha sido probado en los
tribunales, académicos y organizaciones de derechos humanos han reunido
evidencia convincente que implica a agencias estadounidenses, especialmente a
la CIA y al secretario de Estado Henry Kissinger.18
La colaboración entre las dictaduras a través del
Plan Cóndor no debería, sin embargo, llevarnos a pensar que no hubo desacuerdos
y fricciones entre ellas. La más emblemática de estas fue el camino hacia la
guerra que los generales Jorge R. Videla y Augusto Pinochet emprendieron hacia
finales de 1978 por la soberanía del Canal Beagle, al sur de la Patagonia. La
intervención del Vaticano logró que ambos regímenes retrocedieran. Algunos años
después, la guerra entre el Reino Unido y Argentina por las Islas Malvinas
recreó la fricción entre las dictaduras argentina y chilena. Los militares
argentinos se preocuparon de que Chile pudiera aprovechar este momento para
anexar sus territorios del sur y movilizó parte de sus tropas más preparadas a
la frontera con el país andino. Por su parte, el régimen de Pinochet prestó
inteligencia y realizó operaciones navales y terrestres distractoras para
beneficiar a los británicos en su lucha contra Argentina. Socios en su
anticomunismo, esa ideología común no impidió la exacerbación del nacionalismo
territorial, que llevó a cada régimen a ver al otro como una amenaza.
En los años 1980, la intensidad de la guerra fría
disminuyó en América del Sur, donde muchos países comenzaron una difícil
transición hacia la democracia. En América Central, por el contrario, su
intensidad alcanzó niveles sin precedentes. Hasta bien entrado el siglo XX, los
sistemas económicos excluyentes que concentraban la riqueza y el poder en manos
de unas pocas familias persistieron en toda la región, apuntalados por
dictaduras militares que Estados Unidos consideraba socios confiables. El
fundamento estructural de las sociedades radicalmente desiguales de América
Central fue la distribución de la tierra (el mismo problema que el presidente Árbenz había solucionar eficazmente antes de ser derrocado en
1954). A mediados de la década de 1960, el ingreso promedio de los grandes
terratenientes agrarios en Guatemala era entre veinte y cien veces mayor que el
de los pequeños agricultores campesinos; en El Salvador, era entre tres y cien
veces mayor. En Guatemala, el dos por ciento de los productores agrícolas
controlaba el setenta y dos por ciento de la tierra cultivable; en El Salvador,
el dos por ciento controlaba el cincuenta y ocho por ciento de la tierra apta para
la siembra.19 La Alianza para el Progreso, con la conexión que intentaba establecer entre
el crecimiento económico y el liberalismo, terminó apoyando iniciativas de
desarrollo que amenazaban los intereses de los oligarcas centroamericanos,
quienes se resistieron a los cambios económicos y políticos que se buscaban
implementar. Esta dinámica fortaleció aún más el papel de los militares de la
región en la política interna.
En la década de 1960 surgieron insurgencias
guerrilleras en toda América Central, inspiradas por el Movimiento 26 de Julio
de Cuba. Estos grupos poco organizados estaban formados principalmente por
militantes de clase media y alta urbanos que fueron al campo a reclutar
campesinos, luego rápidamente derrotados por las fuerzas militares
profesionalizadas y bien equipadas en Nicaragua, Guatemala y El Salvador. La
teoría del foco, popularizada por el Che Guevara, resultó inviable. A finales
de la década de 1960 y durante la década de 1970, los insurgentes adoptaron
estrategias de movilización para ampliar sus bases de apoyo político y militar,
uniéndose bajo grandes organizaciones paraguas con agendas que buscaban abordar
las quejas de diferentes sectores de estas sociedades. En 1979, la dictadura de
Somoza en Nicaragua había caído ante una de estas organizaciones paraguas, los
sandinistas. Hacia la década de 1980, los grupos rebeldes armados en Guatemala
y El Salvador comenzaron a formarse en torno a una agenda político-militar que
buscaba fomentar consensos lo suficientemente grandes como para eventualmente
negociar acuerdos y transformarse en partidos políticos en tiempos de paz (el
FMLN en El Salvador es el ejemplo más emblemático).20
Fuera de la región también estaban cambiando las
cosas. El conflicto bipolar de la guerra fría se estaba disipando en un sistema
internacional multipolar e interdependiente. En 1976, los votantes en los
Estados Unidos eligieron al demócrata Jimmy Carter, quien se postuló para
cambiar las prioridades de la política exterior del país lejos de las de su
predecesor Richard Nixon (cuya administración favoreció la intervención militar
en Vietnam, Camboya, Laos y Chile), hacia el respeto de los derechos humanos y
el principio de autodeterminación. Una vez en el cargo, la administración
Carter recortó la ayuda militar a las dictaduras en América Latina. Mientras
que Chile, Argentina, Uruguay y Brasil estaban mejor equipados para continuar
reprimiendo sin la ayuda de los Estados Unidos, los países pequeños de América
Central dependían mucho más del país del norte.
Con el triunfo de los sandinistas en Nicaragua,
Carter comenzó a dar marcha atrás, volviendo a proporcionar armamento a los
regímenes de El Salvador y Guatemala, incluso cuando defensores de los derechos
humanos en la región imploraban a su gobierno que cortara la asistencia
militar. El triunfo del republicano Ronald Reagan eliminó cualquier vestigio de
la política no intervencionista de Carter, que había condicionado la
cooperación militar al historial de derechos humanos del país receptor (con
mayor consecuencia hasta 1979). Ahora más que nunca, la prioridad era utilizar
cualquier medio necesario para evitar que otro país de América Central siguiera
los ejemplos de Cuba o Nicaragua. Para cuando las partes beligerantes firmaron
los acuerdos de paz en el marco de las Naciones Unidas, aproximadamente 200,000
personas habían sido asesinadas en Guatemala, y unas 70,000 en El Salvador, la
gran mayoría víctima de las fuerzas de seguridad del estado y los grupos
paramilitares de derecha.
Una iglesia en transformación
La religión jugó un papel preponderante en las
luchas sociales durante la guerra fría en América Latina. Predominantemente
cristiana, esta región vio crecer en estos años como nunca en su historia
encarnizadas luchas sobre el significado de esa fe. El subcontinente era
entonces en su mayoría católico y la iglesia, como institución, había servido
durante generaciones como agente de colonización y, ocasionalmente, como voz
que denunciaba la injusticia. Así, incluso cuando la enseñanza social católica
había buscado durante mucho tiempo abordar los problemas económicos y sociales
delineados en la encíclica Rerum Novarum (1891), la jerarquía de la iglesia durante
buena parte del siglo XX había elegido, en palabras del poeta jesuita
nicaragüense Ernesto Cardenal, “exaltar el mensaje de la cruz, entendido como
aceptación del sufrimiento y espera de la justicia celestial”.21 Pero a principios de la década de 1960, a
medida que las promesas de modernización liberal de la posguerra no se
materializaban para millones de campesinos, indígenas, jóvenes urbanos y
mujeres, comenzó paulatinamente a crecer un descontento con la comprensión y
práctica tradicionales de la fe.
El Vaticano, por su parte, reconoció la necesidad
de actualizar su enfoque predominante de la fe católica. El 25 de enero de
1959, la Iglesia Católica sorprendió al mundo anunciando un Concilio Vaticano,
que terminó teniendo lugar en cuatro sesiones entre 1962 y 1965. El Papa Juan
XXIII presidió la primera de estas sesiones y, tras su muerte en 1963, su sucesor,
el Papa Pablo VI, presidió las tres restantes. En contraste con los concilios
anteriores, que habían respondido a una herejía o cisma dentro de la iglesia,
el propósito del Vaticano II era realizar un aggiornamento, abrir la iglesia al
mundo. En Gaudium et Spes,
un documento producido por el Vaticano II, la iglesia católica afirmó su
obligación de actuar en nombre de los pobres y el derecho de todos a acceder a
niveles mínimos de alimento, refugio y bienes necesarios para la dignidad
humana.
Quizás la innovación más importante haya sido la
de comenzar a pensar a la iglesia católica no como principalmente europea,
abriendo el camino para que intelectuales católicos lejos de Roma generaran sus
propias narrativas teológicas, vinculadas a las realidades sociales de donde se
encontraban.22 En América Latina, esta posibilidad se convirtió en un imperativo,
especialmente después de que Pablo VI emitiera la Populorum
progressio (1967), una encíclica que examinaba
“el desarrollo progresivo de los pueblos”, especialmente “aquellos que intentan
escapar de los estragos del hambre, la pobreza, la enfermedad endémica y la
ignorancia; de aquellos que buscan una mayor participación en los beneficios de
la civilización y una mejora más activa de sus cualidades humanas; de aquellos
que están conscientemente esforzándose por un crecimiento más pleno”.23 Populorum progressio impulsó un compromiso en la iglesia a
trabajar por el bien común. Estas innovaciones teológicas circularon
ampliamente en América Latina a través de revistas católicas, llegando no sólo al clero sino también a muchos laicos. Cinco meses
después de la publicación de Populorum progressio, el obispo brasileño Hélder
Câmara respaldó un “Mensaje de 18 Obispos del Tercer
Mundo” con la intención de aplicar las enseñanzas de esa encíclica y del
Vaticano II.24 En 1968, la Conferencia Episcopal Latinoamericana se reunió en Medellín,
Colombia, para examinar las realidades de la región a la luz de la renovada
enseñanza social católica. En esta reunión crucial, los obispos comprometieron
a la iglesia a acompañar a los pobres en sus luchas históricas contra las
estructuras sociales y económicas que los oprimían.25
Los obispos apoyaron la formación de grupos de
estudio bíblico, las comunidades eclesiales de base, para capacitar a la
población rural a la luz de la reflexión sobre la brecha entre las realidades
que vivían y la fe que profesaban. La injusticia social fue caracterizada como
violencia institucional. En el documento final emitido, los obispos
latinoamericanos alentaron a los cristianos a responder a las necesidades de
los pobres y oprimidos a la luz del Evangelio. Este compromiso significó
organizarse para exigir que los gobiernos y clases dominantes de la región
trabajaran activamente para atacar las causas de la injusticia.26
Los cambios que tuvieron lugar dentro del
catolicismo latinoamericano iniciaron una nueva relación entre religión y
política. A principios de la guerra fría, los gobiernos autoritarios de
Centroamérica habían trabajado junto a la iglesia para defenderse de la
influencia comunista. Pero a lo largo de las décadas de 1960 y 1970, cuando el
conflicto sobre la concentración de tierras en manos de relativamente pocas
familias se intensificó, la iglesia centroamericana lideró cooperativas campesinas
para organizar la reforma agraria y terminó en la mira de las fuerzas sociales
que defendían el statu quo. Esta dinámica puede verse claramente en el
caso de El Salvador, donde un pequeño pero comprometido sector de la Iglesia
Católica acompañó a un campesinado desposeído que se organizaba para acceder a
la tierra y, por lo tanto, entró en conflicto creciente con una dictadura
militar apoyada por la clase terrateniente del país. A finales de la década de
1970, el arzobispo Oscar Romero denunció los asesinatos extrajudiciales, la
tortura y las desapariciones forzadas perpetradas por el gobierno militar y las
fuerzas paramilitares. En su defensa de los pobres y su derecho a organizarse,
Romero se basó en la enseñanza social católica y este compromiso, en última instancia, fue lo que condujo a su asesinato por la
extrema derecha el 24 de marzo de 1980.
La iglesia progresista, sin embargo, no fue la única manifestación de esta mayor conexión entre religión y
política en el escenario de la tardía guerra fría. Muchos católicos rechazaron
los cambios promovidos por los obispos en Medellín y, en cambio, se alinearon
con los miembros moderados y conservadores de las jerarquías católicas en sus
respectivos países, a menudo más numerosos y poderosos. Un caso emblemático de
este conflicto es el de Argentina. El Movimiento de Sacerdotes para el Tercer
Mundo, fundado hacia finales de la década de 1960, renovó el debate teológico
al leer los evangelios a través de un prisma político y, en algunos casos,
revolucionario. Cuantitativamente, sin embargo, los grupos de sacerdotes en
este movimiento nunca superaron el diez por ciento del total del clero.27 Y dentro de la jerarquía, pocos obispos
expresaron simpatía por los “tercermundistas”. De hecho, la dictadura militar
que tomó el poder en marzo de 1976 encontró en la jerarquía católica apoyo
ideológico y moral para su plan de “purificar” la sociedad argentina.28 Del mismo modo, en América Central, aunque
las fuerzas militares y paramilitares en Guatemala y El Salvador apuntaron a
líderes católicos progresistas y sus comunidades, la mayoría de los obispos
permaneció enfocada en supuestas amenazas de comunismo
y secularismo. Los protestantes evangélicos asumieron una posición similar en
América Central y otros países latinoamericanos, como Brasil, y en muchos casos
trabajaron para legitimar a sus gobiernos militares con argumentos religiosos.
En síntesis, la guerra fría creó condiciones adecuadas para que la fusión de
religión y política fuera experimentada por muchos cristianos como una especie
de guerra civil espiritual.
Mismas preguntas, diversas
respuestas
En las páginas anteriores hemos intentado
proporcionar un nuevo marco para comprender la complejidad de la tardía guerra
fría en América Latina. Hemos enfatizado el papel de los actores locales, las
diferencias entre las naciones y regiones, los cambios en la política exterior
de los Estados Unidos y la reconfiguración del cristianismo. Historizar esta era en América Latina implicó desplazar la
atención de la U.R.S.S. a la Revolución Cubana y su impacto en el
subcontinente. Al sintetizar las variadas experiencias de la guerra fría de
países tan diferentes como Brasil y Honduras, Argentina y Guatemala, hemos
tomado distancia de las narrativas simplistas que asumen que los militares de
la región fueron todos de corte conservador o que los Estados Unidos
desempeñaron el mismo papel en todos los golpes de estado. En cambio, hemos
buscado proporcionar una narrativa analítica que pueda dar sentido a casos muy
diversos, como los de Perú y El Salvador.
Sin embargo, este marco deja mucho afuera de él. No hemos reparado, por ejemplo, en cómo se transformaron
durante esos años los roles de género, ni tampoco en factores como el racismo o
la segregación étnica. Nos hemos concentrado en los
temas que, a nuestro juicio, mejor permiten comprender el contexto histórico
para responder una serie de preguntas y no otras. Esas preguntas son: ¿cuándo se definió que la transferencia de poder sería a
través de un golpe de estado?; ¿cuáles fueron los objetivos,
tanto explícitos como implícitos, al derrocar el régimen institucional
existente?; ¿qué papel desempeñó el gobierno de los
Estados Unidos?; ¿cuáles fueron los roles de los
actores políticos locales?; ¿cuáles fueron las diversas
opciones consideradas por diferentes sectores dentro de cada país?; ¿qué tipos de resistencia enfrentaron los protagonistas de
los golpes?; ¿cuáles fueron sus fuentes de apoyo?
Los interrogantes mencionados son detalladamente
respondidos por un conjunto de expertos en un libro de próxima aparición, Coups D’État in Cold War Latin
America (1964- 1982), editado por nosotros y
publicado por Cambridge University Press, en lo que refiere a los golpes de estado en Brasil
(1964), Bolivia (1964), Perú (1968), Honduras (1972), Uru- guay (1973), Chile
(1973), Argentina (1976), El Salvador (1979) y Guatemala (1982). Creemos que la
metodología de plantear un mismo grupo de preguntas para todos los casos
nacionales facilita la comparación y permite ver tanto similitudes como
diferencias entre los diversos casos nacionales. Unas y otras ayudan a lograr
una comprensión más matizada de la tardía guerra fría en América Latina. Para
mejor apreciar a qué nos referimos, en lo que sigue compararemos los golpes de
estado antes mencionados en lo que respecta a las respuestas a dos de nuestras
preguntas: primero, ¿cuáles fueron los objetivos, tanto
explícitos como implícitos, al derrocar un régimen institucional existente? Y
segundo, ¿qué papel desempeñó el gobierno de los Estados Unidos?
¿Cuáles eran los objetivos de los golpistas?
Con frecuencia, los golpes de estado en América
Latina son explicados mediante generalizaciones sobre sus causas y propósitos. Pero
más allá de sus elementos compartidos, como el hecho de que todos fueron
llevados a cabo por las Fuerzas Armadas, y que cada uno contó con algún grado
de apoyo de la sociedad civil, las diferencias entre los golpes son más
notorias que sus similitudes. Un claro contraste, por ejemplo, surge de la
comparación entre el golpe reformista y desarrollista de Perú, en 1968, y el
golpe conservador y neoliberal de Chile, en 1973.
Los diversos grupos militares que convergieron en
Perú en 1968 bajo el liderazgo del General Juan Velasco Alvarado (1968-1975)
impulsaron un proceso de reformas estructurales en línea con las de los
gobiernos populistas de las décadas de 1940 y 1950. En poco tiempo, Velasco
amplió el poder del Estado para intervenir en la economía mediante la
nacionalización de propiedades extranjeras, comenzando por la Compañía
Internacional de Petróleo, e inició un masivo programa de reforma agraria. El
gobierno de Velasco aspiraba a romper el poder político de la oligarquía
tradicional y a impulsar el desarrollo económico, al mismo tiempo que afirmaba
la independencia del país respecto a los Estados Unidos. El Partido Demócrata
Cristiano, con sus ideales humanistas, respaldó el carácter nacionalista de la
política de Velasco. Al mismo tiempo, el régimen inspiró a muchos otros en
América Latina, ya que tendían a ver en él la
realización del viejo ideal nacionalista de una unión entre el pueblo y las
fuerzas armadas.
Al igual que en Perú, el régimen golpista
hondureño llevó a cabo importantes reformas agrarias. Pero a diferencia de
Perú, cuando el General Oswaldo López Arellano (1972- 1975) tomó el poder en
marzo de 1972, estaba reclamando un cargo que había cedido menos de dos años
antes. Aunque el primer gobierno militar de López Arellano (1963- 1971) comenzó
con represión contra los movimientos laborales y campesinos, terminó
implementando la reforma agraria más significativa de América Central. Después
de un breve experimento en el gobierno democrático bipartidista, los militares
decidieron que los partidos políticos tradicionales del país no eran capaces de
gobernar y no estaban dispuestos a continuar con las reformas económicas que
López Arellano había iniciado durante los últimos años
de su gobierno anterior. Las reformas estructurales implementadas por López
Arellano desactivaron una situación que podría haber llevado a Honduras por el
camino de la guerra civil, que fue en efecto el seguido por sus vecinos El
Salvador, Guatemala y Nicaragua en la década de 1980.
En el extremo opuesto al de Perú, el golpe de
estado del General Augusto Pinochet (1973-1990) en septiembre de 1973 en Chile
interrumpió un proceso radical de reformas que estaba llevando a cabo el
gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende (1970- 1973), reprimiendo
ferozmente a los sectores que apoyaban esa transformación social. El régimen de
Pinochet impuso una reestructuración neoliberal de la sociedad chilena,
otorgando al capital privado un grado de prominencia sin precedentes y
desmantelando los logros en justicia social que la Unidad Popular había
realizado en los años anteriores. Más cerca del caso chileno y muy alejado del
de Perú, los líderes militares del golpe de 1976 en la Argentina buscaron,
sobre todo, “reorganizar” la sociedad, política, social y económicamente. Los
militares argentinos también promovieron reformas de mercado, dando prioridad
al capital financiero y buscando incentivar la actividad comercial en el
extranjero, en detrimento de la sustitución de importaciones. Sin embargo, y a
diferencia de Chile, las diferentes juntas militares que se sucedieron el en
poder (1976-1983) estuvieron atravesadas por ideas bien diferentes acerca de
qué orientación debían darle a su régimen. Esa falta de cohesión creó problemas
que el régimen chileno no tuvo que enfrentar. Un punto de coincidencia entre
los casos chileno y argentino, en cambio, fue su compromiso con la represión de
todo lo que consideraran “subversivo” o contrario a “la civilización occidental
y cristiana”, lo que se tradujo en prácticas sostenidas de terrorismo estatal e
innumerables violaciones a los derechos humanos.
El golpe de estado en Uruguay, ocurrido solo unos
meses antes del golpe en Chile, añadió un ingrediente atípico a la historia de
los golpes en el subcontinente, en tanto que no fueron las Fuerzas Armadas
quienes cerraron el parlamento sino el presidente. Juan María Bordaberry
(1973-1976), el presidente democráticamente electo de Uruguay (1972- 1973),
permaneció en el cargo, compartiendo el poder ejecutivo con el mando militar, y
posteriormente combinando, al igual que sus vecinos, una alta dosis de
represión política con reformas de libre comercio y financieras. Los golpes en
Chile, Argentina y Uruguay en la década de 1970 contrastan con los dos primeros
golpes en Brasil y Bolivia, ambos ocurridos en 1964.
En comparación con los golpes de la década de
1970, los de la década de 1960 tenían una visión más desarrollista (con la
excepción de Honduras). En Brasil, la impronta modernizadora y anticomunista de
sus Fuerzas Armadas fue bien recibida por los sectores tradicionalistas y
conservadores, en muchos casos provenientes del fundamentalismo cristiano,
desmantelando la redistribución moderada de ingresos y el nacionalismo eco-
nómico que João Goulart (1961-1964) había llevado a
cabo. El régimen brasileño (1964- 1985) que, al igual que en Argentina,
involucró varios gobiernos militares sucesivos, se caracterizó por implementar
un orden burocratizado orientado hacia el capital transnacional y un uso de
violencia estatal institucionalizada tendiente a impulsar un desarrollo
económico sin transformaciones que fueran en favor de la equidad social.
Bolivia, en contraste, llegó a la situación que
culminó en el golpe de estado contra Víctor Paz Estenssoro (1960-1964) por un
camino completamente diferente. La coalición heterogénea que provocó la caída
de su Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), en el poder desde 1952, incluía
trabajadores de izquierda, estudiantes de derecha e izquierda y una plétora de
figuras políticas de todo tipo que compartían antipatía hacia él.
Presionados por oficiales jóvenes nacionalistas que consideraban que la
política del MNR estaba demasiado cerca de los intereses de los Estados Unidos,
los generales Alfredo Ovando Candia y René Barrientos terminaron conspirando
contra el gobierno de Paz Estenssoro, iniciando un ciclo de veinte años de
interferencia militar en el poder político boliviano. Publicitado como la
“Revolución Restauradora” por los golpistas, el golpe de estado de Bolivia en
1964 puso fin a doce años de gobierno civil e intensificó la brutal represión
contra las protestas de los mineros.
El golpe de estado de 1979 en El Salvador fue
emprendido con esperanzas reformistas, aunque su ejército dividido no haya
podido materializarlas. En medio de una crisis económica que ocasionaba desinversión
y cierre de plantas, el movimiento laboral, campesino y estudiantil salvadoreño
desafió al gobierno de los oficiales militares que habían gobernado durante
casi cinco décadas el país. A principios de 1979, oficiales jóvenes comenzaron
a discutir la posibilidad de dar un golpe reformista y así evitar que una
coalición de izquierdas llegara al poder. Conocida como la “Junta
Revolucionaria de Gobierno”, este grupo de oficiales reformistas y líderes
civiles prometió un retorno a la democracia, y confiaba en poder contener los
impulsos represivos del ejército. A pesar de ser superados por los coroneles
mayores, con el golpe de 1979 los oficiales jóvenes abrieron un paréntesis en
una era de gobierno autoritario y conservador. Pero para este momento, la
izquierda revolucionaria rechazaba los intentos de reforma, mientras que los
sectores empresariales, comerciales e industriales se alineaban con elementos
conservadores en el ejército para desatar una violenta represión contra los
líderes de las organizaciones rurales. El experimento reformista fue de corta
duración. Para marzo de 1980, el arzobispo Óscar Romero
era asesinado y el país entraba en una guerra civil que no terminaría hasta los
Acuerdos de Paz de 1992.
Mientras que los golpes en Honduras y El Salvador
fueron emprendidos con esperanzas reformistas, aquellos que tomaron el poder
mediante el golpe de 1982 en Guatemala tenían el objetivo opuesto. Después de
que los militares derrocaran a Árbenz en 1954, los
oficiales y las élites conservadoras comenzaron a
cambiar de rumbo: de estar a la vanguardia de una reforma social efectiva a
aplastar cualquier movimiento que intentara alterar el status
quo. Durante la década de 1970, las organizaciones guerrilleras de
izquierda se volvieron cada vez más audaces en su lucha por un cambio
revolucionario. Sin embargo, incluso cuando el ejército intensificaba su
represión contra la izquierda armada, una alianza de élites anticomunistas,
estudiantes universitarios conservadores y oficiales militares de extrema derecha,
alineados en el Movimiento de Liberación Nacional (MLN), juzgaron que el
gobierno era ineficaz en su represión de la creciente oposición política. Esta
convicción contribuyó, en marzo de 1982, a que el MLN y otros grupos de extrema
derecha apoyaran el golpe liderado por el General Efraín Ríos Montt.
¿Qué papel desempeñó el gobierno de los Estados
Unidos?
Así como los golpes de estado mencionados
anteriormente tenían diferentes objetivos y respaldos, el papel de los Estados
Unidos varió de un caso a otro. Además, el papel que la
gran potencia del norte desempeñó en la instalación de los regímenes militares
latinoamericanos no siempre coincidió con el que posteriormente asumió en sus
fases de consolidación o declive. Las respuestas de los hacedores de políticas
de los Estados Unidos ante la interrupción de gobiernos democráticos en América
Latina estuvieron, en general, regidas por los diferentes contextos en los que
cada golpe tuvo lugar y por el enfoque predominante de la política exterior de
la Casa Blanca, que mucho varió de Johnson a Nixon o de
Carter a Reagan.
Una lectura detallada de los golpes en Brasil y
Bolivia, por ejemplo, demuestra inconsistencias aparentes en la política de los
Estados Unidos. En 1964, el gobierno de Estados Unidos invirtió recursos para
derrocar al régimen reformista de João Goulart en
Brasil mientras que, en contraste, en Bolivia, los Estados Unidos hicieron
grandes esfuerzos para apoyar al gobierno reformista de Víctor Paz Estenssoro.
Al comparar el papel de los Estados Unidos en los
golpes en Perú (1968) y Chile (1973), se observa que los instrumentos
tradicionales del poder estadounidense fueron insuficientes para evitar el
derrocamiento de Fernando Belaúnde Terry, en el primer caso, y en cambio más
que suficientes para derrocar a Salvador Allende, en el segundo. A raíz de la
Revolución Cubana, surgió un cuadro militar progresista en Perú, decidido a
evitar una revolución popular y, al mismo tiempo, a revertir el subdesarrollo
histórico y la dependencia económica del país respecto a los Estados Unidos.
Como ya se ha mencionado, Velasco Alvarado implementó políticas económicas
reformistas, como la redistribución de tierras y la nacionalización de
industrias. En cuanto a las relaciones exteriores del país, su gobierno buscó distanciar
a Perú de los Estados Unidos y acercarlo a la Unión Soviética, asumiendo al
mismo tiempo un papel de liderazgo en el creciente movimiento del Tercer Mundo.
Por un tiempo, los Estados Unidos no pudieron detener el ímpetu
de Perú por definir sus propias políticas económicas. El régimen de
Velasco Alvarado difirió radicalmente de los gobiernos militares que tomarían
el poder en el Cono Sur en los setenta, pero no, cabe señalar, del golpe de
1972 en Honduras, que se inspiró en el precedente establecido en Perú.
Los Estados Unidos dieron su apoyo tácito al golpe
en Honduras. Según señaló la CIA en un cable al día siguiente del golpe, el
derrocamiento de Ramón Ernesto Cruz se había anticipado durante mucho tiempo.
Esta transferencia inconstitucional de poder surgió de una confluencia de
llamamientos a políticas reformistas por parte de sectores clave de la sociedad
civil hondureña, que iban desde los grupos empresariales más grandes del país
hasta las organizaciones laborales y campesinas. Los Estados Unidos
permanecieron al margen mientras el general Oswaldo López Arellano asumía el
poder gubernamental con el objetivo explícito de implementar reformas agrarias
que afectaban los intereses de los grandes terratenientes y a los Estados
Unidos. A través del USAID, los Estados Unidos promovieron directamente estas
medidas de reforma, a pesar de la feroz oposición de las grandes compañías
bananeras, así como de los exportadores de algodón, azúcar y carne de res de
Honduras. Una vez más, vemos cómo las mismas políticas recibieron, bajo
circunstancias históricas diferentes, reacciones opuestas por parte de los
Estados Unidos. En 1954, Estados Unidos derrocó a Árbenz porque
estaba llevando a cabo una reforma agraria; pero para 1972, el gobierno de
Estados Unidos apoyó discretamente un golpe llevado a cabo por actores locales
con el objetivo explícito de implementar una reforma agraria.
El año 1973 fue el año de dos golpes de estado en
América Latina, el primero en Uruguay, el segundo en Chile. En el primer caso,
el gobierno de los Estados Unidos apoyó un cambio lento y constante hacia el
autoritarismo. Aunque los Estados Unidos no han desclasificado documentos
relacionados con sus acciones durante el golpe de 1973 en Uruguay, los
especialistas asumen que el Departamento de Estado proporcionó tanto apoyo
ideológico como logístico al papel predominante del ejército en la política
uruguaya, fortaleciendo la presencia de soldados en la toma de decisiones
estatales. El embajador de los Estados Unidos, Ernest Siracusa, nombrado justo
después del golpe de 1973, aseguró al nuevo régimen militar que el Departamento
de Estado contrarrestaría cualquier crítica que pudiera surgir en Washington
para cuestionar su legitimidad.
Sea cual sea el papel que los Estados Unidos
pudieron haber desempeñado en la consumación del golpe en Uruguay, no hay duda
sobre su papel decisivo en el golpe chileno. El golpe de 1973 liderado por el
General Augusto Pinochet contra el gobierno de la Unidad Popular es el ejemplo
más emblemático de la intervención de los Estados Unidos en los asuntos
internos de los países latinoamericanos durante la tardía guerra fría. En 1970,
el líder socialista Allende logró una mayoría simple y fue elegido por estrecho
margen presidente del país, como jefe de una coalición de partidos de
izquierda. Los Estados Unidos vieron en el “camino chileno hacia el
socialismo”, como se conocía la propuesta de construir una economía planificada
de Allende, un experimento que, extendido a otros países latinoamericanos,
amenazaba su hegemonía en la región. La participación del gobierno de los
Estados Unidos en el derrocamiento de Allende es uno de los puntos en los que
los académicos están de acuerdo. El gobierno de Pinochet cumplió todas las
expectativas de Washington. Los funcionarios estadounidenses, sin embargo,
aprendieron lecciones poderosas de su participación en este golpe; en adelante,
buscaron ser mucho más cuidadosos y procuraron evitar la implicación explícita
en cambios de régimen en América Latina.
Menos de tres años después de ese golpe, la
actitud de la embajada de los Estados Unidos en la Argentina pondría a prueba
si esa lección había sido cabalmente aprendida. Informado de que el ejército
argentino había decidido derrocar al débil gobierno de Isabel Perón
(1974-1976), el embajador estadounidense Robert Hill ni pospuso ni canceló un
viaje previamente planeado para evitar estar presente en el país mientras se
ejecutaba el golpe. A diferencia del golpe contra Allende, el derrocamiento de
Isabel fue generado y definido exclusivamente por actores locales, sin
necesidad de asociarse con fuerzas foráneas. Los conspiradores del golpe
argentino necesitaban que el gobierno de los Estados Unidos les permitiera
hacer lo que quisieran y, a raíz de las denuncias de abusos contra los derechos
humanos en Chile, la Casa Blanca optó por no quedar asociado a la instalación
de otro régimen similar al de Pinochet. Esta política de no intervención, sin
embargo, no fue un signo de falta de interés con respecto a la dictadura
iniciada el 24 de marzo de 1976. Consciente de que el ascenso de Jimmy Carter a
la presidencia provocaría un cambio en la política exterior de los Estados
Unidos, el Secretario de Estado Henry Kissinger
aconsejó a la Junta que hiciera lo que necesitara hacer, y que lo hiciera
rápido. Sin embargo, la Junta argentina no tomó en serio su consejo y sufrió
las consecuencias, especialmente en los primeros años de la administración
Carter, en los que el énfasis en la defensa de los
derechos humanos trabó créditos y dificultó la posición de los militares
argentinos en el mundo.
Que la nueva relevancia de los derechos humanos en
la política de los Estados Unidos fuera más temporal que estructural se reveló
en los últimos años de la presidencia de Carter, cuando
todos los fantasmas asociados con la guerra fría regresaron con fuerza,
especialmente después de que la Unión Soviética invadiera Afganistán en 1979.
Este cambio en la política estadounidense se hizo especialmente evidente en El
Salvador. Inicialmente, la crítica de la administración Carter a los abusos
contra los derechos humanos cometidos por el régimen del General Carlos
Humberto Romero tuvo un impacto negativo en la relación entre el ejército
salvadoreño y los Estados Unidos. Pero esta relación se reparó parcialmente
cuando, el 15 de octubre de 1979, un grupo de oficiales militares reformistas
tomó el poder, poniendo fin a décadas de gobierno autoritario, para formar lo
que llegó a conocerse como la Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG). La
embajada de los Estados Unidos animó a la JRG a seguir una estrategia de firme
restricción política junto con un intento concertado de desacreditar a la
extrema izquierda, que veía a Estados Unidos como el orquestador del golpe.
Apenas dos meses después, la embajada de los Estados Unidos estaba presionando
a la JRG para que fuera implacable con la extrema izquierda. La administración
Reagan puso fin definitivamente a la política de derechos humanos seguida en
los primeros años de la presidencia de Carter al señalar explícitamente que los
Estados Unidos harían la vista gorda ante los abusos cometidos por gobiernos
anticomunistas en la región. Así como Kissinger había dicho a los líderes
militares argentinos en 1976 que hicieran lo que necesitaban hacer, aunque
pronto porque se avecinaba un serio cambio en la Casa Blanca, Reagan pareció
decir lo mismo a los oficiales centroamericanos, aunque sin restringir el
plazo. Después de décadas de apoyo del gobierno de los Estados Unidos, las
Fuerzas Armadas guatemaltecas estaban bien equipadas para llevar a cabo una
campaña despiadada de contrainsurgencia sin asistencia directa. A lo largo de
este período, los demócratas en Washington impusieron restricciones sobre qué
tipos de ayuda militar podrían ofrecer los Estados Unidos a los gobiernos
centroamericanos. A través de Israel y Taiwán, la administración Reagan eludió
las restricciones del parlamento suministrando al gobierno de Ríos Montt ayuda
militar no autorizada.
Palabras finales
La documentación y análisis de cada caso nacional
que ha permitido elaborar respuestas comparativas a los dos interrogantes
analizados en las secciones previas pueden encontrarse en nuestro libro Coups D’État in Cold War Latin
America (1964-1982). Al igual que este artículo,
dicho libro aspira a ser una contribución a la mejor comprensión de la historia
reciente de las naciones del subcontinente, cuyas democracias debieron
construirse, y a menudo fueron condicionadas, por los regímenes autoritarios
que las precedieron.
Al aislar factores causales cruciales en una
variedad de casos, desde el Cono Sur hasta Centroamérica, nuestro método
comparativo restaura la contingencia y especificidad de los eventos analizados.
Las narrativas generales que atribuyen motivos predecibles y eficacia asegurada
a las intervenciones o a los deseos del gobierno de los Estados Unidos en la
política interna de las naciones latinoamericanas se ven contradichas cuando se
considera la imprevisibilidad de los actores locales, a menudo atravesados por
internas domésticas de tanta o mayor incidencia que los factores externos.
Todos los golpes de Estado aludidos en nuestro análisis requirieron de
laboriosas coaliciones tanto para tomar como para mantener el poder. En el
contexto de la Guerra Fría en América Latina, las razones aludidas por los
golpistas fueron desde amenazas al orden occidental y cristiano (el comunismo,
el ateísmo o el libertinaje sexual) hasta amenazas al orden económico (los
grupos insurgentes, los sindicatos o las demandas de acceso a la tierra). En
promedio, el balance de la experiencia de las últimas dictaduras
militares en el subcontinente es socialmente regresivo: a la salida de los
regímenes implantados por ellas, América Latina agravó su condición de región
más desigualitaria del planeta.
En este trabajo nos hemos concentrado en los
golpes de estado que tuvieron éxito en alcanzar el
poder. Una historia que contemplara los intentos de golpe frustrados, debería
reparar en casos como el de El Salvador en 1980, cuando un grupo de oficiales
de extrema derecha se reunió con doce poderosos civiles en una finca de las
afueras de San Salvador. Planeaban derrocar a la Junta Revolucionaria de
Gobierno, pero la Primera Brigada del Ejército disolvió la reunión, detuvo a
los conspiradores y confiscó armas y documentación de los golpistas. Dirigido
por el oficial de inteligencia Mayor Roberto D’Aubuisson,
ese grupo luego se reorganizó como ARENA, un partido político abiertamente de
derecha. A medida que ARENA ascendía, D’Aubuisson continuó participando en escuadrones de la muerte clandestinos. Para
1985, ARENA controlaba la Asamblea Nacional de El Salvador y, en 1989, su líder
fue elegido presidente. Lo que los conspiradores no pudieron conseguir a través
de un golpe, lo conquistaron menos de una década después a través de las urnas.
En las últimas décadas, si bien la región parecería
estar mayormente a salvo de regímenes militares, no necesariamente ello ha sido
sinónimo de estar a salvo de golpistas. Los levantamientos carapintadas que
sufrieron los gobiernos democráticos de Raúl Alfonsín (1983-1989) y Carlos
Menem (1989-1999) en la Argentina, por ejemplo, no despertaron apoyo sino
reprobación en la mayoría de los ciudadanos. En la crisis económica y política
de 2001, cuando el gobierno de la Alianza (1999-2001) alcanzó el pico de
rechazo social y el presidente Fernando De la Rúa (1999-2001) fue forzado a
abandonar la Casa Rosada dos años antes de lo previsto, ningún sector de la
sociedad argentina reclamó una intervención militar.
Los ejemplos de El Salvador y Argentina antes
mencionados permiten hacer una reflexión más amplia: aún
cuando los golpes militares hayan desaparecido en la forma en que los
conocíamos, siguen existiendo complots para tomar el control directo del
gobierno, ya sea se frustren, desvanezcan o alcancen éxito.
Este fue el caso de los partidarios del presidente de Brasil Jair Bolsonaro (2019-2022) cuando el 6 de enero de 2023,
exigiendo una intervención militar que reinstalara a su líder en el poder,
marcharon al palacio presidencial, el Congreso y la Corte Suprema. El complot
fracasó y el histórico líder del Partido de los Trabajadores Lula Da Silva
(2003-2011; 2023-presente) pudo asumir la presidencia, respetando el mandato de
las urnas. Mayor éxito tuvieron quienes promovieron el
derrocamiento del presidente constitucional Manuel Zelaya en Honduras en 2009,
pero amenazados interna y externamente por una desaprobación generalizada, los
golpistas no pudieron mantener la interrupción del orden constitucional por
mucho tiempo. En 2011 Zelaya regresó al país y fundó el partido Libertad y
Refundación, que ganó las elecciones en 2021. La segunda fase del chavismo
(1998-presente) en Venezuela, cuyo desenlace hoy continúa siendo incierto, es
ejemplo de un gobierno que, habiendo llegado al poder ganando elecciones
limpias, deriva en un régimen que se mantiene a fuerza de persecuciones
políticas y elecciones cuestionadas por fraudulentas afuera y adentro del
propio país. Conocer la historia de los regímenes autoritarios en América
Latina, sus causas y motivaciones, también permite evaluar las situaciones del
presente en el espejo del pasado.
¶
Notas
1 Bulmer-Thomas,
Coatsworth y Cortés Conde, 2006: 5.
2 Para un
análisis estadístico comparativo de la inestabilidad institucional en América
Latina durante los siglos XIX y XX, véase Lehoucq, en
prensa.
3 Halperín
Donghi, 2005: 534-537.
4 El
politólogo Guillermo O’Donnell se refirió al tipo de institucionalidad
impulsada por este tipo de golpes militares con la expresión “estado burocrático-autoritario”.
El poder de la teoría de O’Donnell sobre los golpes de estado en la América
Latina de la guerra fría radica en el vínculo que establece entre el desarrollo
económico y el peso político de las Fuerzas Armadas profesionalizadas, que llegaron
a verse a sí mismas, y a menudo eran vistas por al menos buena parte de la
sociedad, como defensoras de la soberanía nacional y de la civilización
cristiana. Véase O’Donnell, 1982.
5 Beaud, 1986: 278-281.
6 Hobsbawm,
1996: 361.
7 Bethell y Roxborough, 1992.
8 Gleijeses,
1991.
9 Docs III-87, 88,
89. American Foreign Policy, Bureau of Public Affairs (1962): 443–446.
10 Brands, 2010.
11 Terán,
1992: 42-48.
12 Pettinà,
2018.
13 O’Donnell, 2002.
14 P.L. 100-180 (10 USC 4415). United States Army School of the
Americas. United States Code, 1994 Edition, Supple- ment
2, Title 10 – Armed Forces.
15 “U.S. Army School of the Americas: Background and Congressional
Concerns.” CRS Report for Congress. April 16, 2001, 3. https://fas.org/sgp/crs/intel/RL30532.pdf Acceso el 2 de Julio, 2021.
16 Gill, 2004: 3.
17 Brennan, 2018.
18 Hitchens, 2012.
19 Pettinà,
2018: 183.
20 Para
esta periodización, véase May, Schneider y González Arana, 2018.
21 Citado en
Peterson, 1997: 47-48.
22 Morello, 2006:
81-104.
23 Paul VI, Populorum Progressio.
Encyclical Letter. March 26, 1967.
24 http://atlaslatinoamericano.unla.edu.ar/assets/pdf/tomo2/fuentes/cap2/02-manifiestos-de-obispos-del-tercer-mundo.pdf
25 Calles Barger, 2018: 202-203.
26 https://www.diocese-braga.pt/catequese/sim/biblioteca/publicacoes_online/91/medellin.pdf
27 Di Stefano y Zanatta,
2000.
28 Novaro y
Palermo, 2003: 94-106.
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Fecha de recepción: 19 de marzo de 2024
Fecha de admisión: 29 de julio de 2024