Revista catalana d’història 15 (2022), 293-297

Ludger Mees, El contencioso vasco. Identidad, política y violencia (1643-2021), Tecnos, Madrid,2021, 386 pp.

El final del terrorismo en el País Vasco ha dado lugar a la aparición de toda una serie de publicaciones sobre su historia más reciente. El trabajo de Ludger Mees, plantea un análisis en este interesante ensayo desde una perspectiva que ya anuncia abiertamente en el título del libro y desarrolla en su introducción: la existencia de un contencioso sobre el encaje territorial del País Vasco en España que sería previo a la aparición de ETA y que continúa sin resolverse tras el abandono de las armas por parte de esta organización. No se trata de un concepto nuevo ni de una nueva interpretación. Tampoco de un nuevo trabajo. En realidad, el actual libro es la versión revisada y actualizada en castellano del anterior estudio publicado por el mismo autor en la prestigiosa editorial Rouledge (The Basque Contention: Ethicity, Politics, Violence, London/New York, 2020). Lo cierto es que el concepto de contencioso vasco, y otros similares, como problema vasco, cuestión vasca o el más conocido y reciente, conflicto político, llevan utilizándose desde hace muchos años para analizar la reciente historia (y a veces no tan reciente) de un territorio que posee unas determinadas señas de identidad. Resulta significativo que a día de hoy ni siquiera los vascos y quienes los estudian, a veces con la curiosidad científica y las pretensiones del entomólogo, y mucho menos los políticos que representan a sus ciudadanos, hayan sido capaces de llegar a un consenso que sirva para denominar la zona que habitan. Significativo pero no sorprendente.

Como se afirma acertadamente en el libro, la desaparición de ETA ha abierto un nuevo periodo mucho más relajado en todos los ámbitos, incluido el académico, que está permitiendo analizar nuestro pasado sin el lastre ni la amenaza que suponía hacerlo mientras todavía retumbaba el eco de los disparos. De hecho, existen ya diferentes trabajos que acotan un nuevo periodo en la historia del País Vasco marcado por el final de la violencia política, tal y como la hemos conocido durante las últimas décadas. 2011, querámoslo o no, se ha convertido ya en una fecha señalada que define el cierre de una época y el año cero de otra que llevamos viviendo desde entonces. La mayor parte de los últimos trabajos se centran, lógicamente, en el fenómeno del terrorismo de ETA y en las consecuencias que este ha tenido, la única organización que siguió practicando esta forma de violencia en Europa hasta hace poco más de diez años y la única que gozó en el País Vasco de un apoyo, no mayoritario, porque nunca lo fue, pero significativo y suficiente para sostenerla durante décadas, amparada por un brazo político que justificó sus acciones y amplificó sus mensajes. El terrorismo fue un fenómeno que no solo acabó con más de ochocientas vidas y extendió el terror entre miles de personas; condicionó absolutamente el desarrollo político, económico, social y cultural de la sociedad vasca. Por ello resulta lógico el interés que sigue suscitando su estudio y la búsqueda de respuestas para comprender cómo fue posible que alcanzase el nivel de legitimidad y apoyo que tuvo en uno de los territorios más desarrollados y con mayor nivel de vida de España.

Pero también comienzan a publicarse trabajos que tratan de ampliar el foco más allá de un episodio tan dramático, aunque las consecuencias que haya tenido para un sector importante de la sociedad vasca hayan sido realmente devastadoras. El libro de Ludger Mees se inscribe dentro de esta perspectiva. Sin embargo, y a pesar de sus intenciones, inevitablemente una parte muy notable de su trama argumental, se centra, o al menos transcurre, bajo la existencia de la violencia política y la amenaza del terrorismo, por más que el autor haya tratado de desprenderse deliberadamente de ella, argumentando que esta fue solo una expresión más de dicho contencioso, y ni siquiera la que definió mayoritariamente al nacionalismo vasco.

No es esta la única novedad que propone y desarrolla el autor. La más importante es que plantea su ensayo a partir de un análisis de larga duración que tiene en consideración tres premisas fundamentales. Por un lado, la que afecta a “la relación político-administrativa entre el País Vasco y los Estado-nación español y francés”. Por otro lado, “la dimensión ética relacionada con el uso de la violencia para obtener unos objetivos políticos”. Y por último, “la dimensión social conectada a la complicada búsqueda del consenso vasco sobre el deseado alcance y la preferible forma de autogobierno…”. Mees plantea sin ambages un doble desafío: acabar con esa interpretación tan extendida sobre el origen y la persistencia de la violencia nacionalista como una consecuencia de un supuesto conflicto político y situar este último dentro de un determinado contexto, aplicando una perspectiva que tenga en cuenta la existencia de toda una serie de factores que han marcado este proceso. El ensayo es absolutamente claro y contundente sobre esta cuestión. La violencia fue una opción voluntaria de quienes tomaron las armas, no un episodio inevitable al que se vieron abocados a raíz del contencioso/conflicto político sobre el que trata el libro.

Uno de los aspectos más interesantes y sugerentes de este ensayo es la aplicación de un enfoque analítico y una metodología que beben directamente de algunos de los más prestigiosos científicos sociales, como Charles Tilly, Sidney Tarrow o Doug McAdam, que han estudiado diferentes movimientos. En este caso, el autor recurre a ellos con el fin de superar un enfoque sobre “el contencioso vasco” que trascienda de la violencia política. La propuesta resulta muy atractiva y sugerente, por cuanto el nacionalismo fue un movimiento, (y sigue siendo) no solo una ideología, que se expresa a través de diversas fuerzas y organizaciones que participan en la vida política e institucional, pero también de un gran abanico de grupos y colectivos que comparten sus ideas imprimiendo un especial nervio a sus reivindicaciones dentro de la sociedad. Mees se sitúa de este modo en la línea de un debate sobre movimientos sociales que ha seguido desarrollándose incluso después de la muerte de Tilly a través de nuevos estudios, tratando en este caso de ofrecer una “explicación multifacética”, según sus propias palabras, del problema vasco, desde sus orígenes hasta nuestros días. No es desde luego un empeño menor. Eso sí, esa declaración de intenciones supone también la asunción de una serie de premisas y de riesgos para sostener el trabajo. El más importante, aunque pueda parecer obvio, es la propia existencia de ese problema, que sería incluso anterior a la formación de la entidad (si no política, si al menos histórica y cultural), que hoy conocemos como País Vasco o cualquiera de los términos que utilicemos para designarlo, una realidad con una serie de rasgos comunes.

Para analizar el desarrollo del denominado “contencioso vasco” el autor aborda el proceso de germinación (etnogénesis) que a su juicio se dio entre el siglo XVII y el XIX. No faltan en este caso las referencias clásicas a algunos de los autores más conocidos sobre el origen de los vascos y la complicada búsqueda de un nombre adecuado para designar a la comunidad que más o menos formaban en aquellos momentos. Tampoco faltan las menciones recurrentes a la visita de John Adams al País Vasco antes de ser presidente de los EEUU ni a las obras de Alexander von Humboldt, dos de los referentes habituales cuando se aborda esta cuestión. Lo más interesante desde el punto de vista histórico arranca precisamente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y más concretamente, a raíz del proceso que cambió la realidad de las provincias vascas tras el final de la Segunda Guerra Carlista y la abolición foral. La acelerada industrialización que vivió este territorio fue un fenómeno de dimensiones colosales que transformó de un modo radical, no solo la economía y la sociedad, sino los usos y costumbres, y por supuesto, la política, dando lugar a un nuevo País Vasco. En el capítulo III Mees analiza la irrupción del nacionalismo en este contexto a finales del siglo XIX y su complicado desarrollo en una sociedad muy diferente a aquella que idealizó este movimiento político, y lo hace hasta el trauma que supuso la Guerra Civil y la derrota de 1937 con la caída de Bilbao en manos de las tropas franquistas y la pérdida de la autonomía que había logrado unos meses atrás en unas circunstancias excepcionales. El autor aborda en esta parte del libro lo que supuso el franquismo para el País Vasco y las consecuencias que tuvo.

Evidentemente, es complicado en un trabajo de estas características profundizar en algunos capítulos concretos de nuestro pasado más reciente, sobre todo a partir de la aparición en escena de la violencia de ETA, un fenómeno que de un modo u otro terminó marcando de forma dramática el contencioso político que el autor planea en su estudio. No se trata de una síntesis sobre la historia contemporánea del País Vasco ni el autor lo pretende en ningún caso. Se trata de un ensayo y por ello es entendible que prescinda de algunos episodios concretos que tuvieron lugar a lo largo de este mismo proceso, sobre todo de aquellos que se produjeron en el final de la dictadura. Sin embargo, quizás hubiera sido deseable un análisis más profundo sobre cómo ETA comenzó a cambiar la política del País Vasco, incluso antes de la muerte de Franco, creando en torno a ella una auténtica comunidad de violencia que sostendría a la organización durante décadas, como una de las expresiones más genuinas y enquistadas del contencioso que aquí se analiza.

Los cuatro últimos capítulos abordan el desarrollo de este último desde el final de la dictadura hasta la desaparición de ETA. En la introducción del libro ya se hacen ciertas consideraciones que merecen algún comentario, como el cambio que se produjo en la opinión pública internacional sobre los miembros de esta organización durante la transición hacia la democracia. Se afirma que “en muy poco tiempo, sus militantes “pasaron de ser considerados unos luchadores antifranquistas por la libertad a ser presentados como fanáticos terroristas que constituían uno de los peligros más importantes para la democracia española y europea” (p. 57). Desde luego, eso no ocurrió en Francia, por ejemplo, ni en la opinión pública de otros países de nuestro entorno, donde la mítica antifranquista siguió operando con fuerza por lo menos hasta una década después de la muerte de Franco, especialmente entre amplios sectores de la izquierda. No hay más que ir a las hemerotecas para comprobarlo y constatar la consideración y el tratamiento que recibían de buena parte de la prensa internacional, sobre todo en Europa, y los recelos que inspiraba el nuevo régimen democrático español, que aparecía lastrado por la herencia del franquismo. Pero también se puede analizar la política que llevaron los diferentes gobiernos en Francia durante aquellos años cruciales, negándose hasta septiembre de 1984 a extraditar a miembros de ETA acusados de graves delitos de sangre cometidos en España.

En el capítulo VII, titulado La década radical (1995-2005), se analiza la tremenda crispación que se vivió durante aquel periodo que se abrió de algún modo con el cambio de estrategia adoptado por la izquierda abertzale tras la aprobación de la ponencia Oldartzen. Aunque se comentan algunos extractos importantes de este documento, resulta llamativo que no se subraye como merece lo que supuso realmente: la socialización del sufrimiento (aunque ese concepto no apareciera explícitamente citado en el texto), es decir, la extensión del terror hacia otros sectores más allá de los objetivos habituales de ETA, que afectó de un modo dramático a representantes y cargos políticos de los partidos no nacionalistas. Y sobre todo, el coste que ello tuvo, empezando por el asesinato del dirigente del Partido Popular Gregorio Ordóñez y todos los que se siguieron a continuación. Tampoco se abordan las consecuencias que tuvieron algunos atentados que sucedieron durante ese mismo periodo. El ejemplo más notable de ello fue lo ocurrido durante la manifestación en repulsa por el asesinato del portavoz del grupo parlamentario de los socialistas vascos Fernando Buesa y del escolta que trataba de proteger su vida, el agente de la Ertzaintza Jorge Díez. La fractura social y política que se produjo en aquella protesta entre nacionalistas y no nacionalistas fue uno de los hechos más graves de cuantos se vivieron en la reciente historia de Euskadi y condicionaron profundamente el contencioso sobre el que trata el libro. Es sorprendente que se pase por alto este episodio mientras se da una importancia especial a otros que finalmente tuvieron una menor relevancia, como el denominado Plan Ardanza, un intento por reconducir la situación en un momento crítico, pero que nació prácticamente muerto, superado por los acontecimientos.

Del mismo modo podría matizarse el tratamiento sobre lo que supuso la firma del Pacto de Lizarra. Se resalta, obviamente, la unidad de las fuerzas abertzales tras el fracaso de Chiberta que se produjo durante la transición, pero se omiten las consecuencias que tuvo el nuevo acuerdo firmado en 1998. Y fueron muy importantes por lo que significaron: la exclusión de los partidos no nacionalistas en el diseño y desarrollo del país que se pretendía poner en marcha a partir de la firma de aquel documento.

Es en esta última parte donde se detectan algunos problemas en la narrativa o en la redacción sobre los procesos de negociación entre representantes del Gobierno de España y de la propia banda terrorista. En la página 306 se da cuenta de las dificultades que fueron surgiendo a lo largo del año 2006 durante la tregua de ETA que se estaba viviendo entonces, pero hay un baile de fechas que dificulta la compresión del proceso. En varias ocasiones acontecimientos importantes se sitúan un año más tarde, lo que complica el seguimiento de una trama muy interesante para comprender el final de la violencia. También resulta llamativo que apenas se cite la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humano de junio de 2009 que la ilegalización de Batasuna producida unos años antes, tras la aplicación de la Ley de Partidos, un capítulo muy importante que debería haberse considerado en un ensayo sobre el contencioso vasco. Al final del trabajo se hacen algunas afirmaciones discutibles. En la página 356 se dice que tras la decisión de ETA de abandonar la lucha armada y disolverse, algo que el autor define como un “suicidio inducido”, esta “devolvió el contencioso a una dinámica anterior a 1968”, para afirmar poco más adelante que “el contencioso ha recuperado el escenario de finales del siglo XIX, cuando Sabino Arana y a primera generación de nacionalistas vascos articularon la reivindicación de la autodeterminación y fundaron un partido político como elemento central de una red organizativa que buscaba ganar mayorías sociales para su programa”. Cuando menos, resulta sorprendente.

En todo caso, son aspectos debatibles, lo mismo que las razones que se exponen y analizan para explicar el final de la organización terrorista, pero que en ningún caso ponen en cuestión el interés ni la solvencia de este ambicioso y brillante ensayo, un gran trabajo que concluye con toda una serie de consideraciones y reflexiones para seguir profundizando en la historia más reciente del País Vasco, pero también en su presente y en su futuro.

José Antonio Pérez Pérez

Universidad del País Vasco (España)

ISSN: 1889-1152. DOI: 10.1344/segleXX2022.15.18

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