Ressenyes i notes de lectura

Carlos Sambricio Rivera-Echegaray (ed.), La cultura arquitectónica en los años de la Transición,

Universidad de Sevilla (Colección Arquitectura, n.º 46), Sevilla, 2022, 392 pp.

Recientemente el más que notable libro La cultura arquitectónica en los años de la Transición, coordinado por Carlos Sambricio, se veía reconocido con uno de los premios nacionales de edición universitaria. El acontecimiento editorial resulta lo suficientemente relevante como para que, intentando superar unas inevitables carencias de formación en la materia, este histo- riador especializado en el mundo contemporáneo se decida a redactar una reseña sobre dicha obra. Disculpen si, debido a las limitaciones de espacio y a la complejidad de la obra –com- puesta por 22 contribuciones– me veo obligado a referenciar explícitamente apenas dos tercios de ellas.

La irrupción de la historia urbana en la Europa de los años 1970 supuso una voluntad de abordar la dimensión espacial que adquirían los fenómenos sociales y culturales en la ciudad. En la década siguiente, la historia urbana se construyó en España sobre la confluencia de un conjunto de disciplinas académicas (historia social, geografía, sociología, historia del arte, ar- quitectura y urbanismo). Esto tuvo consecuencias felices –interdisciplinariedad avant la lettre– pero implicó también dificultades de comunicación. Parafraseando a Bruno Latour: ¿cómo hacemos para conciliar distintos campos de saber, cada uno de los cuales está dotado no solo de vocabulario y prácticas profesionales específicas, sino también de diferentes regímenes de verdad?

Entre la Segunda Guerra Mundial y la crisis de la década de 1970 se pueden diferenciar en la arquitectura internacional, a efectos del tema que nos ocupa, tres grandes macro-tendencias: el movimiento moderno, vinculado al legado de la Bauhaus, a la consagración definitiva de Le Corbusier, o a la planificación de un Abercrombie; la Tendenza italiana, ejemplificada por un Aldo Rossi que nos muestra como la ciudad se construye como organismo unitario a lo largo del tiempo, o un Manfredo Tafuri que rescata la vigencia del Manierismo renacentista de Roma; finalmente, ese sincretismo posmoderno norteamericano que tiene como manifiesto el Learning from Las Vegas de Robert Venturi, y como altavoz el Institute for Architecture and

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Urban Studies de Nueva York fundado por Peter Eisenmann (ver el capítulo de Silvia Col- menares). Estas tendencias aparecen así mismo vinculadas a coyunturas históricas específicas: primero, los grandes programas de reconstrucción en la Europa de la posguerra, los new towns en Reino Unido y los grandes ensembles en Francia; más adelante, el movimiento que pretende poner en valor y proteger los centros históricos en Italia; y, por fin, las implicaciones de los programas masivos de demolición de los downtowns en Estados Unidos.

A su vez, la recepción con considerable retraso de todas estos movimientos en la España franquista tiene lugar en el seno primero de los programas de reconstrucción posteriores a la guerra civil; más adelante en el contexto de los procesos de deterioro urbano y la construcción de los polígonos de vivienda vinculados al desarrollismo; y finalmente, ya en torno a los años de la Transición, en el doble escenario de la eclosión del movimiento vecinal y de la necesidad práctica de planificar el crecimiento urbano.

Si el concepto de “cultura”, originado en el seno de la antropología en referencia al conjun- to de una sociedad, ha pasado a caracterizar las especificidades de diferentes grupos identitarios, locales, profesionales o de edad, la noción de “cultura arquitectónica” dirige nuestra atención a las ideas y prácticas de un grupo profesional que ocupa una posición nodal en las operaciones edificatorias y urbanísticas. Sería un caso particularmente llamativo de un fenómeno sobre el que llamara la atención Bernard Lepetit en Les formes de l’expérience: la capacidad de actores no vinculados directamente a la administración para contribuir a generar marcos normativos en la escala nacional e internacional. En su texto introductorio, Carlos Sambricio resalta que esta cultura arquitectónica española fue tan protagonista de los excesos del urbanismo franquista como de la crítica que vino a ponerlos en cuestión. Desde finales de los años 1940, la reno- vación no vino del exilio interior, sino de un conjunto de personalidades afines al régimen como Miguel Fisac, Alejandro de la Sota o Francisco Javier Sáenz de Oiza que gracias a sus conexiones con el escenario internacional fueron capaces de informar sobre las novedades en sistemas de prefabricación, concepción de la vivienda, programas de reconstrucción pública y política urbanística. Más adelante, a partir de los años 1960, otros profesionales que ocupaban posiciones relevantes en las Escuelas de Arquitectura, como Manuel de Solà-Morales y Oriol Bohigas, ayudaron a importar las nuevas ideas que se incubaban en Italia o los Estados Unidos.

La sociabilidad de los arquitectos se expresaba a través de los foros que emanaban de las Escuelas, y que se difundían a través de publicaciones, congresos y exposiciones. El germen de la actual organización de los departamentos en áreas de conocimiento estaba presente en las décadas de 1950-60, y definía algunos de los canales a través de los que fluía el conocimiento. Desde las cátedras de Composición, detentadas por Rafael Moneo, Oriol Bohigas, o Antonio Fernández Alba, se difundían las novedades en teoría e historia del arte: son los que nos pon- drían al día de la obra de Venturi o Rossi, o de la reinterpretación del legado de Rafael Alberti. Las cátedras de Proyectos –caso de Juan Daniel Fullaondo– trasladaban estas preocupaciones a la escala del edificio, mientras que las de Urbanismo –Solà-Morales– ampliaban el foco a la escala de la ciudad o del barrio.

En cuanto a los congresos, las relaciones personales que nuestros arquitectos establecieron en encuentros internacionales y en estancias de investigación y docencia permitieron dina- mizar eventos similares en el territorio nacional. El capítulo de Raul Martínez y Tiago Lopes nos ilustra sobre los “pequeños congresos”, que se celebraron entre 1959 y 1968, primero en

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Madrid, Barcelona y San Sebastián, más adelante en Córdoba, Málaga o Tarragona: reuniones que permitieron rescatar la memoria de los planes republicanos de Madrid y el GATCPAC y debatir los nuevos retos que implicaba la degradación de la ciudad histórica o el impacto del turismo. Alejandro Valdivieso pone énfasis en la importancia de la constitución de Escuelas de Arquitectura y colegios profesionales en la escala regional y pronto autonómica, que supuso notables avances en el reconocimiento y estudio de las tradiciones vernáculas.

En lo que respecta a las publicaciones, Silvia Colmenares nos recuerda el impacto de las edi- toriales especializadas en la publicación de novedades y obras clásicas, mientras que las revistas profesionales se constituían en foros de discusión. Los capítulos de Joaquim Moreno y Julio Garnica inciden en las propuestas que emanaron de sendas revistas radicadas en Barcelona –2C y Arquitecturas Bis– que daban cuenta de los debates externos –las exposiciones internaciona- les– y de las situaciones internas –el ascenso del arquitecto a responsabilidades en los nuevos gobiernos municipales y autonómicos–. Si 2C, exponente de la influencia de la Tendenza italiana, defendía aún la necesidad de abordar la ciudad en su conjunto, Arquitecturas Bis res- paldada por Bohigas, Moneo o el Laboratorio Urbano de Barcelona, aplaudían las propuestas de Venturi o apostaban por modificar la ciudad a partir de la incidencia de “proyectos estrella”.

A partir de una pluralidad de voces este libro nos ilustra a un tiempo sobre dos procesos paralelos: la generación de una cultura arquitectónica de ámbito español y la capacidad de di- versos subgrupos para organizar la memoria construyéndose relatos a medida. Así sucede por ejemplo con la conocida dicotomía entre las dos “escuelas” –entendidas como tradiciones y no solo instituciones académicas– de Madrid y Barcelona, sobre la que se extienden las aportacio- nes de Raul Castellanos y Luis Rojo. La historiografía ha recurrido a un tiempo a la metáfora generacional y a la confrontación entre sendos modelos ejemplificados por ambas ciudades, para delimitar dos subculturas definidas por los diversos modos de comunicación con el pa- norama internacional, el diferente papel jugado por estado e iniciativa privada, el peso de la tradición local… e incluso la capacidad de trabajar en equipo. Pero esta visión dicotómica no hace justicia a la complejidad de lo real. El texto de Angel Martínez señala ciertas ambigüeda- des de la lectura que hizo Ignasi de Solà-Morales del papel de la arquitectura catalana anterior a la guerra (eclecticismo y GATCPAC) a la hora de condicionar su evolución posterior hasta la Transición. Mientras que Jorge Torres abunda en las limitaciones de la interpretación que Oriol Bohigas hiciera del modernismo como arte específicamente catalán, desconectado de todo lo que se hubiera hecho en el resto de España o del mismo Art Nouveau. El capítulo de Carmen Díez Medina, centrado en la trayectoria de Rafael Moneo, contiene una visión más matizada del papel que jugaron una suma de proyectos concretos y el espaldarazo internacio- nal vinculado a la docencia en prestigiosas universidades norteamericanas; y de cómo, en un mismo autor, se combinaron la influencia de Aldo Rossi y el posmodernismo de Peter Eisen- mann, para generar ese canto a la autonomía del edificio que es el Museo de Arte Romano de Mérida.

Una cuestión a la que aluden algunos textos es la influencia que vinieron a tener los trabajos de otras disciplinas. Salvador Guerrero hace referencia al impacto que ejercieron aquellos his- toriadores españoles de la arquitectura y del urbanismo como el historiador del arte Antonio Bonet Correa –y sus discípulos, como el propio Carlos Sambricio–, o la geografía histórica urbana desarrollada por Fernando de Terán o Francisco Quirós. Por su parte, Eduardo Prieto

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reseña la fascinación que desde los años 1960 ejerció la semiótica, a partir de la renovación de los estudios lingüísticos y de los de historia del arte. Más allá del interés indudable que comporta la obra de Umberto Eco, personalmente siempre me han desconcertado las refe- rencias filosóficas más o menos oscuras a los trabajos de Walter Benjamin y Gilles Deleuze, a las que me resulta difícil encontrarles otra función que apuntalar la idea general que presenta la arquitectura como un sistema de signos que influye en las formas de habitar, y legitimar las propuestas de Learning from Las Vegas. Una inquietud de distinta naturaleza es la que me produce la limitada influencia que parece haber ejercido la sociología urbana sobre la teoría arquitectónica y urbanística: con la excepción de Henri Lefebvre, autor de evocadoras metá- foras pero de escasa concreción práctica, las Escuelas de Arquitectura parecen haber prestado escasa atención a sociólogos como Manuel Castells, David Harvey o Peter Hall, cuya primera obra ya estaba disponible a principios de la década de 1970.

Una última cuestión que me hubiera gustado ver más reflejada en este libro es la de la conexión entre los portavoces de la cultura arquitectónica y los movimientos sociales. En La question urbaine, Manuel Castells se había interesado por los nuevos movimientos sociales urbanos, las movilizaciones populares en torno a los problemas de organización colectiva que afectaban a la inmensa mayoría de la población que habitaba las ciudades.Y en The City and the Grassroots, el mismo autor dedicaba un amplio capítulo al movimiento de asociaciones de vecinos en el Madrid de los años 1970, lo declaraba paradigmático de un fenómeno generali- zado a toda España y argumentaba que profesionales cualificados, del derecho y la arquitectura, habían participado en los debates del movimiento vecinal y les habían proporcionado aseso- ramiento técnico. Una colaboración que, según el historiador Christian Wicke, podría haber caracterizado también a las movilizaciones que sacudieron a algunas ciudades de Europa Oc- cidental, Norteamérica o Australia en los años 1970-80, en respuesta a las presiones del modelo de planificación urbana fordista. Sin embargo, poca evidencia empírica se ha aportado de esta colaboración, así en el panorama español como el internacional. Ahí radica el interés del capí- tulo que Rubert de Ventós y Eulàlia Gómez-Escoda dedican al Laboratorio de Urbanismo de Barcelona, que ante las protestas emanadas de los barrios frente a proyectos de reforma (como el de la Barceloneta), fue capaz de presentar contrapropuestas de indudable interés.

Pero la Transición llegó a su fin y el ingente programa de obras ligado a las primeras cor- poraciones democráticas y, más adelante, los programas constructivos vinculados a las conme- moraciones de 1992, se vieron enmarcados en un clima intelectual muy diferente. Confiemos en que, pronto, otros libros vengan a arrojar nueva luz sobre los cambios que tales procesos comportaron en la cultura arquitectónica.

José María Cardesín Díaz

Universidade da Coruña (España)


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